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Respuesta:La Revolución cubana fue una épica y una cultura en un primer momento. El relato de aquella lucha por la independencia y la igualdad, comandada por el brillante y megalómano Fidel Castro, fue dejando por el camino sus propios íconos, sus propias lecciones. Y su triunfo atronador, en el marco de la extenuante Guerra Fría, desató los idealismos y las violencias en las nuevas generaciones de toda Latinoamérica, y sigue sirviendo de parapeto para lo poquísimo que queda de las guerrillas y de excusa para la derecha reaccionaria y paranoica.
La liberación de Cuba pudo presentarse en un principio como la victoria de una ideología, el socialismo aliado de la Unión Soviética, y como una concesión al equilibrio entre las tensas naciones del mundo –y es un giro histórico enorme para los pueblos latinoamericanos–, pero el hecho de que el régimen, aun con el embargo comercial de Estados Unidos encima, esté cumpliendo sesenta años, es la demostración de que la democracia la tendría difícil en aquella isla.
Poco a poco fueron desapareciendo los partidos, los organismos civiles, los medios de comunicación libres, las libertades religiosas, los derechos. Vinieron el sometimiento, el éxodo, la resistencia. Se dieron avances en procura de una colectividad que tuviera garantizado lo básico como un punto de partida –y la medicina y el deporte, entre otras disciplinas, sacaron la cara por el experimento–, pero también vino una decadencia perpetua como si, más que una sociedad, sucediera allí una extraña nostalgia por lo humano, por el arte, por las alegrías sin vigilancias.
Cumple sesenta años la revolución del 1.° de enero de 1959, que estremeció el mundo entero. Cayó Batista el dictador. Subió Castro el libertador, y solo dejó el poder cuando murió de viejo. Hoy, cuando se ensaya algo semejante a una apertura al mundo, Cuba es un gran interrogante y, también, una parábola sobre el dogmatismo que está allí siempre para arruinar las utopías.
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