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Era un día magnífico, de sol radiante; se acercaba un tropel de extranjeros, defrancos, que iban en peregrinación a la tumba de Homero. Entre ellos iba uncantor del Norte, de la patria de las nieblas y las auroras boreales. Cogió larosa, la comprimió entre las páginas de un libro y se la llevó consigo a otraparte del mundo a su lejana tierra. La rosa se marchitó de pena en su estrechaprisión del libro, hasta que el hombre, ya en su patria, lo abrió y exclamó: «¡Esuna rosa de la tumba de Homero!».
Tal fue el sueño de la flor, y al despertar tembló al contacto del viento, y unagota de rocío desprendida de sus hojas fue a caer sobre la tumba del cantor.Salió el sol, y la rosa brilló más que antes; el día era tórrido, propio de lacalurosa Asia. Se oyeron pasos, se acercaron extranjeros francos, comoaquellos que la flor viera en sueños, y entre ellos venía un poeta del Norte quecortó la rosa y, dándole un beso, se la llevó a la patria de las nieblas y de lasauroras boreales.