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Explicación:
En el último siglo y medio, mientras ha ido avanzando el capitalismo global y los Estados-nación han venido cediendo parte de su soberanía en cuanto a las decisiones socioeconómicas, las empresas transnacionales han logrado ir consolidando y ampliando su creciente dominio sobre la vida en el planeta. Especialmente, en las tres últimas décadas, ya que el avance de los procesos de globalización económica y la expansión de las políticas neoliberales han servido para construir un entramado político, económico, jurídico y cultural, a escala global, del que las grandes corporaciones han resultado ser las principales beneficiarias.
Las compañías multinacionales han pasado a controlar la mayoría de los sectores estratégicos de la economía mundial: la energía, las finanzas, las telecomunicaciones, la salud, la agricultura, las infraestructuras, el agua, los medios de comunicación, las industrias del armamento y de la alimentación [1]. Y la crisis capitalista que hoy vivimos no ha hecho sino reforzar el papel económico y la capacidad de influencia política de las grandes corporaciones, que tan pronto hacen negocio con los recursos naturales, los servicios públicos y la especulación inmobiliaria, como con los mercados de futuros de energía y alimentos, las patentes sobre la vida o el acaparamiento de tierras.
Las enormes ganancias acumuladas por las empresas transnacionales tienen su origen en los mecanismos de extracción y apropiación de la riqueza económica que están en la base del funcionamiento del capitalismo. La creciente explotación de trabajadores y trabajadoras y la constante devaluación salarial, la presión ilimitada sobre el entorno en busca de materias primas y recursos naturales, la especulación financiera tanto con el excedente obtenido como con todo aquello que pueda ser comprado y vendido, la mercantilización de cada vez más esferas de las actividades humanas y la absoluta prioridad de la que gozan los mecanismos de reproducción del capital frente a los procesos que permiten el sostenimiento de la vida han servido, efectivamente, para que los principales directivos y accionistas de las grandes corporaciones se conviertan en multimillonarios.
Pero, del mismo modo que Amancio Ortega es el tercer hombre más rico del mundo a la vez que Inditex produce sus prendas en fábricas textiles con pésimas condiciones laborales en Bangladesh y en talleres que utilizan trabajo esclavo en Brasil y Argentina, estos extraordinarios beneficios empresariales no serían posibles sin la generación de toda una serie de impactos socioambientales que afectan directamente a las poblaciones y los ecosistemas de todo el planeta.
Dice David Harvey que, en el nuevo imperialismo, “para mantener abiertas oportunidades rentables es tan importante el acceso a inputs más baratos como el acceso a nuevos mercados”. Por eso, en los últimos años, ante la caída de los niveles de consumo, el progresivo agotamiento de los combustibles fósiles y la rebaja de las tasas de ganancia del capital transnacional en los países centrales, las grandes corporaciones han puesto en marcha una fuerte estrategia de reducción de costes y, a la vez, han intensificado su ofensiva para lograr el acceso a nuevos negocios y nichos de mercado. Es lo que el geógrafo británico ha denominado acumulación por desposesión: “Muchos recursos que antes eran de propiedad comunal, como el agua, están siendo privatizados y sometidos a la lógica de la acumulación capitalista; desaparecen formas de producción y consumo alternativas; se privatizan industrias nacionalizadas; las granjas familiares se ven desplazadas por las grandes empresas agrícolas; y la esclavitud no ha desaparecido” [2]. En este agresivo contexto, como no podía ser de otra manera, los conflictos socioecológicos y las violaciones de los derechos humanos se han multiplicado por todo el globo, con el consiguiente crecimiento de las luchas sociales frente a todos estos impactos empresariales.