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En los aspectos institucionales, las reformas articuladas en torno al Plan de 1771 pretendieron un mayor control del Consejo Real sobre la autonomía universitaria. Asimismo, se reforzó la autoridad rectoral, prolongando su mandato a períodos de dos años (desde 1770), y reservando el cargo para graduados mayores, con exclusión de catedráticos. Este reformismo vino acompañado de una pareja merma de la autoridad del maestrescuela y de su jurisdicción. Por otro lado, una vez desarticulada la prepotencia jesuita, tras la expulsión de la orden en 1767, la Monarquía y ciertos grupos ilustrados pretendieron atenuar la influencia colegial, tanto en la burocracia estatal como en la provisión de cátedras universitarias. Diversas disposiciones reales se sucedieron entre 1771 y 1777 para la reforma de los colegios, aunque, a medio plazo, parece que se reprodujeron los antiguos vicios.
A pesar de todo, el reformismo dieciochesco no proporcionó nuevas rentas económicas al Estudio, ni pretendió conseguir una distribución más equitativa de los ingresos. Los catedráticos de propiedad continuaron gozando de una desmedida participación en las rentas decimales, reivindicando privilegios remontables a 1422. Con ello, la mayor parte de la reforma hubo de sufragarse a través del arca de gastos comunes, con las dificultades a ello inherentes. En conjunto, la facultad de medicina fue la más favorecida económicamente por las nuevas disposiciones, incorporando, incluso, nuevos diezmos del obispado en el tardío año de 1789, al tiempo que se producía un incremento de los asignados de sus cátedras cursatorias.