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La realidad tiene unas leyes que son objetivas, que no se pueden invalidar sin sufrir las consecuencias. Hay leyes físicas que todos respetamos por la cuenta que nos tiene. Hay leyes económicas objetivas, hay leyes de relación de fuerza y poder (que no leyes históricas: la historia como tal es una entelequia) y de interrelación humana que se pueden conocer y controlar de alguna manera. Los humanos disponemos de la facultad de la razón. La razón es un arma poderosa para llegar a tener el anclaje más equilibrado posible en una existencia difícil que nos embiste de un lado a otro, fuera y dentro de nosotros, con la posibilidad de caer, sentirnos mal e, incluso, hacernos perder interés por la vida.
La razón nos ayuda a ordenar la vida de un modo sencillo y equilibrado. Nos permite, asimismo, vivir con la mayor efectividad y el mínimo sufrimiento posible. Pero la razón es como un barco aparentemente seguro en medio de turbulencias, oleajes aparentemente caprichosos, figuraciones fantásticas o seductoras representaciones compensatorias. Las tensiones de la vida someten a la razón a constantes desequilibrios que requieren, asimismo, de persistentes compensaciones. Lo irracional nos desborda por muchos lados y necesitamos encauzarlo de alguna manera. Es entonces cuando la facultad de la imaginación viene a nuestra ayuda y actúa como una luz reveladora que intenta humanizar lo que se escapa al poder de la razón. Razón e imaginación han de ir de la mano con el objeto de hacer la vida más rica y satisfactoria.
Pero esto no es fácil. Hay racionalismos que desprecian lo irracional al nivel de la falsedad o la mera irrelevancia. En ocasiones lo irracional se identifica con las pasiones anárquicas, caprichosas o destructivas que hacen de la vida un innecesario infierno. Cuando este racionalismo parece tener la última palabra surgen entonces fuertes corrientes de romanticismo subjetivista y anárquico que intenta degradar la razón al papel de simple lacaya o criada de la imaginación. La imaginación entonces pasa a tener un rango superior a la hora de entender la vida: lo que la razón condenaba como falsedad o capricho subjetivo pasa ahora a ser fuente de creatividad, de sentido, de autenticidad. Los romanticismos privilegian entonces el libre desarrollo de toda energía irracional como paso previo hacia una humanidad emancipada. De ahí su fuerte influencia en el arte, la literatura, las ideologías políticas, tanto anárquicas como totalitarias. Su influencia se hace sentir también en cierta educación progresista; y es, asimismo, fuerza motora de los gnosticismos de la nueva era y de mucho ecologismo místico-radical. El mismo regreso de las religiones al primitivismo integrista o la proliferación de sectas extravagantes nos habla también de este instinto irracionalmente rebelde contra la razón. Y es que la razón puede corromperse y convertirse en mera razón instrumental, en mero ejercicio de control desligado de la vida, de la imaginación y, entonces, el alma humana se ahoga y pide aire fresco a cualquier coste.
Razón e imaginación han de ir de la mano. Una imaginación sin un referente racional que lo amarre a la realidad puede extraviarse en un sinfín de espejismos, de fricciones insoportables con una realidad que persiste en sus inexorables ritmos y leyes. Una razón desprendida de la complejidad multidimensional de la existencia puede acabar en mera máquina de disección que aspira a un mundo frío y predecible. La política no puede ir desligada de ciertas leyes económicas recurrentes o relaciones de fuerza inevitables. La religión no puede negar las evidencias científicas o las leyes físicas que condicionan la realidad. Pero, asimismo, la razón objetiva debe también de conocer sus límites y nunca tratar de demoler aquello que la imaginación sabe trabajar con más arte, con más libertad, con más atrevimiento. En el mutuo equilibrio y la conjugación de ambas facultades quizás es donde reside nuestro viejo amigo el sentido común.
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