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Mis princesas responderán casi siempre y luego que hayan penetrado en sus pobres almas -pequeñas y llenas de polvo y de quincallería, como oratorios de fines del siglo XVII-, se darán cuenta de que la vida puede ser aceptada y que nuestra madre no ha sido tan necia como parecía poniéndonos en el mundo. Tengo necesidad de volverla a la vida y a la salud y para ello estoy buscando años juveniles para comprar o tomar en préstamo. Si usted quisiera darme uno de sus años se lo devolveré poco a poco, día a día, antes de que termine su vida. Casi nadie se dio cuenta y hasta los cuarenta años viví alegremente mi vida sin acudir al año que había dado en depósito y que debía serme restituido.
Por eso fui demasiado pródiga con mi reserva y escribí muy a menudo al misterioso Deudor de Vida. Nunca he podido saber de dónde saca la vida que restituye tan puntualmente, en cuotas de días, pero tengo motivos para creerme que recurre a nuevas deudas. Usted no puede imaginar qué espantosa se volvió mi vida cuando me anunció, con la calma de un banquero, que no quedaban a mi disposición sino once días solamente. Medite bien, se lo ruego, en la imprevista tragedia de mi vida.
Ese mes fue muy largo, el mes más largo de mi vida.