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Crecemos y vivimos en una cultura donde la competición está presente en todos los ámbitos, bajo un "más fuerte, más lejos, más alto" que, como en los Juegos Olímpicos, no nos anima a superar nuestros propios límites sino a imponernos sobre los límites ajenos. Los concursos televisivos que animan a luchar a personas y equipos con las excusas más variopintas, las calificaciones del sistema educativo que nos sitúan jerárquicamente en mejores y peores de la clase, y nuestro Parlamento chillón e histriónico refuerzan cada día la idea de que lo importante no es el bien común, sino ganar una guerra eterna y omnipresente contra los demás. Los conflictos internacionales se solucionan imponiendo la fuerza y las conversaciones en los bares raramente derivan en diálogos, sino en discusiones airadas. Como bien decía Italo Calvino, "el infierno de los vivos no es algo por venir; hay uno, el que ya existe aquí, el infierno que habitamos todos los días, que formamos estando juntos". El infierno lo atizamos todas y todos nosotros.
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Lo decían los hippies en los años 60 y lo piensan ahora las gentes que tengan, al menos, dos dedos de conocimiento: "Haz el amor y no la guerra". Napoleón, aunque se ocultó primero en Josefina y, luego, en María Luisa de Austria, no debió ser tan artillero como sus cañones. Y por eso le dió por conquistar mundo. Y, ya se sabe, cuando se viene de la guerra se llega cansado y sucio, dos antídotos del amor en su vertiente placentera. Hablan de los amores de Hitler y Eva Braun, pero a mí me parece que todo eso pertenece al aparato propagandístico del régimen nazi porque el del bigotito pasó a la historia por sus ansias de grandeza y por cargarse a media humanidad de razas judía y gitana en las cámaras de gas. Para mí que este presidente norteamericano de ahora, el hermano de Jeff Bush, el gobernador de Florida, ese que creía que Aznar era el presidente de la República de España, padece de mal de amores y se agiganta, delante del espejo oval, preparando invasiones y guerras que hagan crecer su devaluado yo. Yo creo que no ha elegido el camino sensato. Ahí tienen ustedes a algunos de sus antecesores. Bill Clinton saltó a la fama rosa por su famosa becaria. Y a Kennedy, después de sus historias con Marylin, le sacan ahora una debilidad por otra estudiante. Sus guerras, al menos, fueron puramente familiares