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Este fragmento de la genial novela de García Márquez, Cien años de soledad, es un magnífico ejemplo del uso de la hipérbole o exageración (señalado en el texto con negrita) en la creación de un mundo irreal, fantástico o maravilloso.
El hecho que se desarrolla es el olvido del nombre de las cosas provocado por la llamada "peste del insomnio" contagiada a los habitantes de Macondo tras la llegada de Rebeca. Se trata de un hecho fantástico o irreal. Sin embargo, es tratado como si se fuese un hecho real o probable. Esto es a lo que se le llama Realismo-Maravilloso.
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El domingo, en efecto, llegó Rebeca. No tenía más de once años. Había hecho el penoso viaje desde Manaure con unos traficantes de pieles que recibieron el encargo de entregarla junto con una carta en la casa de José Arcadio Buendía, pero que no pudieron explicar con precisión quién era la persona que les había pedido el favor. Todo su equipaje estaba compuesto por el baulito de la ropa, un pequeño mecedor de madera con florecitas de calores pintadas a mano y un talego de lona que hacía un permanente ruido de clac clac clac, donde llevaba los huesos de sus padres. La carta dirigida a José Arcadio Buendía estaba escrita en términos muy cariñosas por alguien que lo seguía queriendo mucho a pesar del tiempo y la distancia y que se sentía obligado por un elemental sentido humanitario a hacer la caridad de mandarle esa pobre huerfanita desamparada, que era prima de Úrsula en segundo grado y por consiguiente parienta también de José Arcadio Buendía, aunque en grado más lejano, porque era hija de ese inolvidable amigo que fue Nicanor Ulloa y su muy digna esposa Rebeca Montiel, a quienes Dios tuviera en su santa reino, cuyas restos adjuntaba la presente para que les dieran cristiana sepultura.[...]
Una noche, por la época en que Rebeca se curó del vicio de comer tierra y fue llevada a dormir en el cuarto de los otros niños, la india que dormía con ellos despertó por casualidad y oyó un extraño ruido intermitente en el rincón. Se incorporó alarmada, creyendo que había entrada un animal en el cuarto, y entonces vio a Rebeca en el mecedor, chupándose el dedo y con los ojos alumbrados como los de un gato en la oscuridad.
Pasmada de terror, atribulada por la fatalidad de su destino, Visitación reconoció en esos ojos los síntomas de la enfermedad cuya amenaza los había obligada, a ella y a su hermano, a desterrarse para siempre de un reino milenario en el cual eran príncipes. Era la peste del insomnio.
Cataure, el indio, no amaneció en la casa. Su hermana se quedó, porque su corazón fatalista le indicaba que la dolencia letal había de perseguiría de todos modos hasta el último rincón de la tierra. Nadie entendió la alarma de Visitación. «Si no volvemos a dormir, mejor -decía José Arcadio Buendía, de buen humor-. Así nos rendirá más la vida.» Pero la india les explicó que lo más temible de la enfermedad del insomnio no era la imposibilidad de dormir, pues el cuerpo no sentía cansancio alguno, sino su inexorable evolución hacia una manifestación más crítica: el olvido. Quería decir que cuando el enfermo se acostumbraba a su estado de vigilia, empezaban a borrarse de su memoria los recuerdos de la infancia, luego el nombre y la noción de las cosas, y por último la identidad de las personas y aun la conciencia del propio ser, hasta hundirse en una especie de idiotez sin pasado. José Arcadio Buendía, muerto de risa, consideró que se trataba de una de tantas dolencias inventadas por la superstición de los indígenas. Pero Úrsula, por si acaso, tomó la precaución de separar a Rebeca de los otros niños.