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La literatura nació con la palabra. Y la palabra, antes de ser escrita, fue hablada. De ahí que la poesía anteceda siempre a la prosa: las composiciones se difundían de boca en boca, y era mucho más sencillo memorizar obras sometidas a determinadas normas (un cierto ritmo, una rima) que, además, llevaban generalmente un acompañamiento musical. Así nacieron en la península ibérica la lírica y la épica, gracias a la labor de los juglares que, bien en la corte o bien viajando de pueblo en pueblo con sus instrumentos y sus versos a cuestas, se ocuparon de instalar en el imaginario colectivo las primeras muestras literarias de las que tenemos noticias. Del primer género nos han llegado, como principal y casi único vestigio de los lejanos tiempos altomedievales, las llamadas jarchas, breves apuntes concebidos en dialecto mozárabe —la lengua derivada del latín que se hablaba en Al-Ándalus, es decir, la parte del territorio que estaba en manos de los musulmanes— y que aparecían como remate al final de las moaxajas, que eran poemas cultos en lengua árabe o hebrea. También, aunque su aparición fuese posterior, las cantigas de amigo que se componían en los dominios lingüísticos del galaico-portugués. La épica, por su parte, se originó al calor de la Reconquista y con un objetivo propagandístico: el de glosar las hazañas de los grandes héroes que se afanaban en expulsar de las tierras peninsulares a los invasores. Los cantares de gesta, largas composiciones en las que se daba cumplida cuenta de esos guerreros que pugnaban por devolverle a la cristiandad el lugar que le correspondía, obtuvieron gran fama y pasaron por distintas épocas, las mismas que iban conociendo los sucesivos reinos que se formaban, se desintegraban o se acoplaban al compás de la expansión, del norte al sur, de las tropas que combatían al Islam.
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