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La Roma de los césares siempre ha fascinado a los estados totalitarios. No en vano fue uno de los imperios más poderosos y duraderos de la Antigüedad. Ya a partir del siglo XVI, en los países eslavos los mandatarios se hicieron llamar zares, término que deriva del latín caesar. Este era el sobrenombre que acompañaba a todos los emperadores romanos desde Octavio Augusto. Octavio fue el primero en utilizarlo para señalar que era descendiente del artífice del Imperio, Julio César.
Por otro lado, la Rusia zarista no tuvo ningún problema en considerar Moscú como la “tercera Roma” después de Bizancio, que había sido la segunda. Con el tiempo, a la filorromana Rusia zarista le salieron seguidores. A principios del siglo XIX, Napoleón adoptó el águila de las antiguas legiones romanas como estandarte de sus invencibles ejércitos (en la antigua Roma, el águila era un símbolo de fortaleza).
También se adueñó del saludo romano que, años antes, en 1798, ya habían rescatado del olvido los revolucionarios franceses como muestra de identificación con la idealizada República romana. Este saludo consistía en levantar el brazo derecho con los dedos de la mano juntos y rectos. Era la manera respetuosa que tenían los soldados romanos de saludar a las autoridades
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