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El 21 de enero de 1793, poco después de las diez de la mañana, la cuchilla de la guillotina segaba de cuajo la cabeza del que hasta entonces había sido el rey galo. Concluía así el largo vía crucis de Luis XVI, el último monarca absoluto de Francia, reconvertido por las formas revolucionarias en el “ciudadano Luis Capeto”. La muerte del Rey constituía, además, un punto de inflexión en el desarrollo de los acontecimientos revolucionarios. Su proceso y posterior ejecución habían sido objeto de debate entre los diputados girondinos, de tendencia moderada, y los más radicales jacobinos, acaudillados por el todopoderoso Maximilien Robespierre. A raíz de la discusión, ambas facciones habían ido extremando sus criterios hasta tomar posturas irreconciliables.
El triunfo de la República
Desde su proclamación el 21 de septiembre de 1792, el nuevo régimen republicano había iniciado un camino triunfante. Meses antes se había desatado la guerra con Austria y Prusia, países inclinados a invadir Francia. Una serie de victorias a partir de la derrota prusiana de Valmy permitió a las tropas revolucionarias avanzar hacia el norte. Liberaron Bélgica del yugo austríaco y reconquistaron las orillas mediterráneas gracias a las victorias del general Montesquiou en Saboya y Anselme en Niza. La República, pues, pasó de ser un régimen liberador (que prometía igualdad, libertad y fraternidad a los pueblos acogidos a su ideario) a convertirse en una potencia conquistadora. Ello reforzaba extraordinariamente el prestigio de los girondinos, responsables de la declaración de guerra a las potencias aliadas contrarrevolucionarias.
Sin embargo, el rumbo de la joven república topaba con un escollo difícil de sortear: la familia real y el papel que esta debía desempeñar en un país en que se había abolido la monarquía. Su sola presencia en territorio francés fomentaba las esperanzas contrarrevolucionarias y ponía en duda la legitimidad de la Revolución. Como decía el diputado jacobino Jean-Bon Saint-André: “Si a Luis XVI se le consideraba inocente, entonces nosotros solo éramos unos rebeldes. Si era culpable, el peso de la justicia debía caer sobre él”.
Un monarca vilipendiado
La opinión pública tenía una imagen muy deteriorada de Luis XVI. De hecho, desde que en octubre de 1789 la Asamblea General decidiera que el Monarca ya no era rey de Francia, sino “rey de los franceses”, la totalidad de la familia real había permanecido prácticamente prisionera en el palacio de las Tullerías. Paralelamente, la libertad de prensa había abierto la veda a toda clase de pasquines contra la monarquía, en los que Luis XVI era calificado de tirano y déspota, e incluso se le otorgaban infundadamente epítetos como borracho y jugador. Mientras, desde los sectores políticos se cuestionaba con argumentos bien estructurados su mala gestión de gobierno. Otro tanto sucedía con María Antonieta, a la que se denominaba “Madame Déficit” o “poule autrichienne” (“gallina austríaca”) y a quien se achacaban toda clase de vicios.
El fracaso de la fuga de Varennes hundió por completo el prestigio de la monarquía y de la imagen del rey.