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Respuesta dada por:
1
El
mandamiento del amor
"La
meditación para cada día"
Francisco
Fernández Carvajal
Consideremos
en primer lugar que Nuestro Señor quiere que su alegría
esté en nosotros. Es necesario asombrarse y llenarse de esperanza
ante ese deseo divino de hacernos partícipes de su felicidad,
por insólito que nos parezca. Ciertamente insólito, pues
habla Jesús de una felicidad imposible para el hombre, que cuenta
sólo con sus capacidades humanas, por muy excepcionales que pudieran
ser. Para que mi alegría esté en
vosotros y vuestra alegría sea completa, dijo a sus discípulos.
Es, pues, el Amor de Dios origen de esa felicidad inimaginable: un bien
siempre mejor que cualquiera de nuestros "locos" sueños
de este mundo.
Por
fabuloso que fuera nuestro sueño sería imposible que llegáramos
a pensar en lo que Dios desea otorgarnos: Ni ojo
vio, ni oído oyó, ni pasó por el corazón
del hombre, las cosas que preparó Dios para los que le aman,
según afirma san Pablo. Por otra de parte, ya sabemos que jamás
llega a satisfacernos plenamente lograr nuestras más atrevidas
ilusiones: casi inmediatamente sentimos la necesidad de intentar nuevos
y sucesivos objetivos que, en la práctica, tampoco serán
capaces de satisfacer esas inevitables expectativas de felicidad colmada
naturales en todo hombre. Jesús, en cambio, promete a sus apóstoles
su alegría, una alegría para ellos completa. Todo ha de
ser consecuencia del amor de Dios en nosotros; un amor por los hombres
como el amor que el Padre eterno tiene por su Hijo, Jesucristo.
Ese
amor de Dios, que nos quiere saciar por completo, llega a ser eficaz
si es correspondido por nuestra parte: Si guardáis
mis mandamientos, permaneceréis en mi amor, como yo he guardado
los mandamientos de mi Padre y permanezco en su amor. Jesús,
en efecto, va por delante, se nos anticipa, nos da ejemplo al cumplir
en todo la voluntad del Padre: así permanece en su amor; y así
debemos cada uno permanecer en el amor de Jesucristo. Os
he dicho esto para que mi alegría esté en vosotros y vuestra
alegría sea completa, declara a los doce, tras haberles
revelado que en adelante podrían vivir su misma vida, su mismo
amor, guardando sus mandamientos. Ciertamente no es posible pensar en
una felicidad mayor sobre la tierra, que sentirse en posesión
de la vida íntima de la Trinidad: Padre, Hijo y Espíritu
Santo, amados por las divinas Personas con un Amor tan inmenso como
dulce y eterno: Si alguno me ama, guardará
mi palabra, y mi Padre le amará, y vendremos a él y haremos
morada en él.
Recordemos
además que el amor de Jesús, ese que contemplamos como
reflejo del amor trinitario, es de entrega completa en favor de los
hombres; así lo había mostrado hasta entonces, durante
los tres años de su vida pública junto a sus discípulos,
y así, sobre todo, lo iba a consumar inmediatamente, en las largas
horas de su Pasión: las úlimas de su vida mortal en este
mundo. Su entrega amorosa hasta ese día, había sido ejemplo
y como el preludio de su definitivo anonadamiento por el hombre. Que
os améis los unos a los otros como yo os he amado, dice
a sus apóstoles, que queremos ser cada uno. Fijándonos,
pues, en su amor: entrega de su propia vida por la humanidad, aprendemos
cual debe ser la medida de nuestro amor con obras por los demás.
Nadie
tiene amor más grande que el de dar uno la vida por sus amigos,
nos recuerda también a nosotros. Pues entendemos que amar mucho
a otro supone hacer por él, por su bien, cuanto podamos, desvivirse
por él: "la vida ya no me la para más", tendríamos
que poder decir sinceramente. Y siendo Jesucristo perfecto Dios y perfecto
hombre, de Él proviene el mayor amor que podemos pensar. En efecto,
al día siguiente de hablar así iba a cumplir en sí
mismo –dando la vida por la humanidad, sus amigos– ese modo ideal y
perfecto de amar.
Ama
a los hombres hasta el extremo, dando su vida, porque nos ha tomado
como amigos. La entrega de Cristo por cada uno –prueba de su amistad–
sin merecimiento nuestro, es de un afecto que no hemos buscado los hombres.
Tampoco se debe de algún modo a nuestra virtud, como tantas veces
sucede en las amistades entre nosotros. Dios nos llama amigos y lo somos
por pura iniciativa suya. A partir de esa oferta divina, cada uno es
libre para aceptar o no a Dios. Cristo, por propia iniciativa, nos eleva
al orden sobrenatural, nos quiere como amigos, y por ello podemos sentirnos
con razón por encima del resto de las criaturas de este mundo,
que deben atenerse –sin libertad– a unos criterios que les son preestablecidos.
Tampoco pueden ofender a Dios ni pueden amarle. Sólo el hombre
es en este mundo capaz de la divinidad, aunque también sólo
él pueda condenarse.
ismaelrivas7:
lo puedes resumir por favor
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