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Expesas personas vivieron de una manera muy semejante a la forma en que lo hicieron las del siglo XIX y, en buena parte, a como estamos viviendo nosotros mismos. Por paradoja, el llamado mundo clásico está mucho más cerca de nosotros, de nuestras creencias y de nuestras dudas, de nuestros gustos, trabajos y ocios, que el mundo medieval, del que nos separan quinientos años.
La sociedad de hace dos mil años en el Imperio Romano es activa, metódica, inquieta, bastante descreída y abierta a todo cambio, amante de las novedades y las modas. Cuida la salud y la limpieza de su cuerpo con esmero, está perfectamente legislada y controlada desde lo político a lo tributario, inclinada a los viajes turísticos a lugares antiguos, a tener en casa colecciones diversas y a las ruidosas diversiones que, a través de las brillantes noches, llegan hasta el amanecer.
En Roma y las grandes ciudades existen jardines botánicos, zoológicos, museos, exposiciones de pintura y escultura, juegos florales, literarios y musicales… y, hoy sabemos, colecciones de piezas de animales prehistóricos, como la famosa del Emperador Augusto.
Todo está debidamente inventariado, desde el número de piedras utilizadas en un acueducto hasta los elementos de la mochila del soldado. Las amas de casa llevan o hacen llevar una estricta contabilidad. La prodigalidad del romano es más aparente que real y todos los servicios son pagados, hasta los de los mismos esclavos que, ahorrando –ya que tienen casa y comida gratis–, pueden comprar su libertad.