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A veces los clásicos dan pereza. Uno lee para pasarlo en grande, y por alguna razón, sospecha que eso no va a ocurrir con Heródoto. Otras veces dan vergüenza. A estas alturas de mi vida cómo he podido no haber leído aún ‘En busca del tiempo perdido’. También pueden dar respeto, uno piensa que no los va a entender, que hay que estar muy atento, que no tiene tiempo para eso. El caso es que a menudo olvidamos que si se han convertido en clásicos es por algo y que encierran una posibilidad de disfrute a menudo infravalorada.
Ojo, que nadie dice (al menos no yo) que uno vaya a gozar con cada clásico. O que haya que leerlo aunque a uno le aburra soberanamente. No, simplemente que hay que darles la oportunidad de convertirse en uno de nuestros libros de cabecera, y para comprobar su potencial hay que leerlos. Por eso entre las lecturas contemporáneas no está de más colar los grandes títulos de otras épocas. En esa línea se pronunciaba el escritor Italo Calvino en un ensayo titulado precisamente ‘¿Por qué leer a los clásicos?’.