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Investigaciones sociológicas realizadas en numerosas sociedades concuerdan en que las principales pautas de orientación de los jóvenes en la actualidad son las modas dictadas por los medios masivos de comunicación. Esto ha sido así a lo largo de los últimos ciento cincuenta años, pero lo específico de la situación contemporánea reside en su alcance casi universal y en su inclinación materialista. No es productivo insistir en esta temática deprimente, pues muchos estudios, basados en fuentes empíricas, coinciden en que los jóvenes del presente se consagran al consumismo desenfrenado, al hedonismo mercantilizado, a la indiferencia política y a la falta de ideales altruistas. Estas tendencias sobrepasan fácilmente las diferencias y las barreras que antes significaban los estratos sociales, los orígenes étnicos y las prácticas religiosas. Es necesario señalar que reconvenciones muy similares en torno a los excesos juveniles se oyeron ya en la Atenas clásica de Sócrates, lo que, por supuesto, devalúa el dramatismo de las críticas de hoy en relación con esta temática.
En torno a los aspectos principales de la cultura juvenil se puede aseverar lo siguiente. La autoridad derivada del conocimiento, la experiencia, la ciencia y la ética queda reducida a la calidad de una opinión entre otras. La mediocridad emerge como el compromiso constructivo y funcional en medio de un debate moroso e interminable, justamente muy democrático. Los criterios de la estética pública adoptan rasgos plebeyos y se sirven de motivos contingentes y efímeros, pero inmensamente populares y, por ello, hoy en día legítimos y casi obligatorios. Y como contraste se puede decir que las iglesias se han secularizado en tal grado que han perdido su capacidad de brindar normas y valores de orientación y se han transformado en instituciones de beneficencia pública, especialmente para los ancianos.
La cultura juvenil de la actualidad puede ser calificada de conservadora en sentido de rutinaria y convencional, aunque sus formas externas sean multicolores, exageradas y radicales. El efecto final es un uniformamiento de ideas matrices e imágenes cotidianas, con lo cual la dimensión del futuro (político, programático, cultural) se empobrece. La sobresaturación mediática con fragmentos informativos de dudoso valor específico provoca la apatía de los votantes, entre otras cosas porque desaparece la diferencia entre votar y ser encuestado. Además: el desplazamiento de la política desde el foro clásico y otras instancias de reflexión hacia el espectáculo televisivo (y, en general, hacia el plano audiovisual) lleva a que la política se contagie del carácter de los medios y se vuelva algo temáticamente efímero, intelectualmente ligero, fácilmente digerible. Las imágenes fugaces tienen preeminencia sobre lo inteligible y lo reflexivo: con esto está dicho casi todo. Pues la transitoriedad de la información impide normalmente la formación de una memoria adecuada, y sin ésta no se da fácilmente una solidaridad de largo alcance. La política se ha convertido, como dice Franco Gamboa Rocabado, en estrategias de teatralización, que tratan de impresionar al público a través de expresiones dramatúrgicas y otros mecanismos de manipulación de sentimientos, para conseguir la adhesión del público o inducirlo a una cierta toma de posición sobre una determinada política sometida a ese presunto control desde abajo. Esta adhesión es intransparente en el sentido de que no deja ver la verdadera intención de los actores políticos. Y así la democracia queda desvirtuada por su propia trivialización, anticipada por la cultura juvenil.