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Si el nuevo papa, el jesuita Bergoglio, escogió el nombre de Francisco pensando en san Francisco de Asís, como ha interpretado enseguida la comunidad cristiana mundial, y no en san Francisco Javier, tendríamos por primera vez un curioso y emblemático injerto de un jesuita franciscano. Que un papa jesuita haya escogido, por primera vez en dos mil años el nombre de Francisco, no deja de tener un valor simbólico y gestual. En verdad, los cardenales de la periferia de la Iglesia, que son quienes lo eligieron, lo hicieron más por sus características franciscanas que jesuíticas, por su estilo de vida sencilla como cardenal, su cercanía a los más pobres y su fuerte espiritualidad para contrarrestar las sucias maniobras vaticanas. Me han preguntado en varias entrevistas de radio y televisión qué puede significar para la Iglesia un papa jesuita.
Para responder hay que recordar que ese jesuita se llama papa Francisco. Y hay que remontarse, para entenderlo mejor, a cuando el Concilio Vaticano II, que supuso la gran conversión de la Compañía de Jesús, que, de ser una orden dedicada al estudio, a la enseñanza y las élites, pasó a empeñarse también en las vanguardias de la Iglesia, promoviendo la Teología de la Liberación en Latinoamérica y llegando hasta a flirtear con ciertas guerrillas de liberación. Y quien le escribía los discursos de fuego contra los poderosos a monseñor Romero, también asesinado por los militares, esta vez mientras celebraba la eucaristía, era un teólogo jesuita. Tuve ocasión de escuchar de viva voz del padre Arrupe una serie de confidencias las semanas en las que pasé muchas horas con él para filmar un reportaje de una hora para la RAI-Televisión de Italia, titulado El papa negro.
Antes del concilio, eran 36.000 en la compañía. El concilio les desangró. Me contó que el papa Juan Pablo II, que ya en Cracovia había escogido al Opus Dei como su escudo en vez de a los jesuitas, que son los únicos religiosos de la Iglesia que además de los tres votos hacen un cuarto voto de «obediencia al papa». Arrupe me contó que pensó enseguida en dimitir.
Tuvo un encuentro a solas con el Papa. Al final, Juan Pablo II pidió a Arrupe que no dimitiera. Algo que chocó e impresionó a mis colegas técnicos de la RAI fue cuando Arrupe me habló de lo que para él significaba la muerte. Supe después que más adelante aquel operador televisivo se presentó un día en la Casa Generalicia de los Jesuitas a pedir que Arrupe rezase por una hija suya muy enferma.
Al padre Arrupe, ya enfermo y entristecido, aunque nunca deprimido, le sustituyó el holandés Peter Hans Kolvenbach, que, curiosamente, en sus hábitos en Roma, donde daba clases, era muy parecido a como se portaba el cardenal Jorge Bergoglio en Buenos Aires. Quizás, pues, por lo menos después del concilio, el matrimonio jesuita-franciscano no sea tan raro como parece. Francisco de Asís, según algunos historiadores, pertenecía a un grupo sufí islámico y llevaba a cabo ritos de tipo sufí con sus primeros compañeros de aventura. Quizás el papa Francisco sea capaz de encarnar las características de las dos mayores fuerzas, junto con los dominicos, que posee la Iglesia católica.
Todo ello, como me decía Arrupe, «gracias al milagro del concilio» promulgado por un papa anciano al que, según los romanos se parece de alguna forma el papa jesuita franciscano.