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Todos los ecosistemas de la tierra han sufrido en mayor o menor medida la intervención de las poblaciones humanas. En algunos ecosistemas, como los urbanos, la presión humana es tal que es imposible reconocer su aspecto original. Otros, como las plantaciones forestales de eucaliptos o los cultivos herbáceos intensivos de invernadero tampoco dejan casi hueco a la vegetación natural. Los humanos también hemos sido agentes activos en la extinción de especies, devastando ecosistemas y produciendo la consiguiente pérdida de biodiversidad. Pero no toda la acción humana debe considerarse perjudicial para la biodiversidad, ya que existen numerosos ejemplos de agroecosistemas bajo manejo tradicional, como las dehesas o los pastos de montaña que combinan la producción económica con el mantenimiento de la diversidad biológica. Este aprovechamiento sostenible ha permitido la convivencia del hombre con la naturaleza circundante.
Los ecosistemas ibéricos, al igual que todos los mediterráneos, han sido profundamente alterados desde hace miles de años por la acción humana. Sin embargo, la gestión tradicional de estos ecosistemas ha permitido que la fauna y flora silvestre sobrevivan en muchos de ellos. Estas formas de manejo han contribuido a la generación y conservación de la diversidad biológica actual mediante la manipulación de plantas, animales, hábitats y ecosistemas. El resultado es un paisaje con estructura de mosaico, en el que se alternan pastos con matorrales, bosques, dehesas, setos y cultivos. En esta gran variedad de ambientes puede encontrarse una riquísima biodiversidad, muchas veces mayor que la de zonas dominadas por un único ecosistema maduro, ya que cada parcela del mosaico alberga a las especies típicas de ese ecosistema y también otras más generalistas.
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