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La exposición de Amsterdam, y antes la de Chicago, incluyen por primera vez las tres versiones de estos bodegones florales. Uno de ellos es el adquirido en 1987 por 44,5 millones de euros por la aseguradora nipona Yasuda Fire and Marine Insurance Company.
Un paseo por la muestra de Amsterdam convence de inmediato de que el encuentro de los pintores sólo podía acabar en un duelo titánico. Van Gogh pintaba del natural con una energía que acababa por irritar a Gauguin, necesitado de tiempo para usar su fantasía sin necesidad de ahondar en la tragedia humana en cada pincelada. La reverencia que sentía por él Van Gogh le llevaba a revisar a menudo su propia técnica en busca de errores. Por no hablar del enfoque dado a los mismos temas. El café de noche, de Van Gogh, está pintado de rojo fuerte con un suelo amarillento y aun así produce esa extraña sensación de vacío de los cafés de estación. Gauguin también lo pintó y su toque más ligero convierte a las sombras dolientes que son los personajes al óleo de su amigo en figuras mundanas.
A pesar de que trabajaron juntos y discutieron la utilidad del arte al calor de la absenta, las diferencias entre ambos acabaron por hacer insostenible la convivencia. Lo que había empezado como un idilio creador con las ansias de la espera y el regocijo productivo del encuentro, acabó teniendo tintes trágicos, mutilación incluida. La noche en que Van Gogh se cortó un pedazo de oreja estaba claro que Gauguin no aguantaba más sus arrebatos de visionario. Quería proseguir su viaje y el intenso compromiso artístico y moral del holandés suponía un pesado lastre
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