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Hasta finales del siglo XVII, cuando el holandés Anton van Leeuwenhoek descubrió gracias al microscopio los microorganismos en el agua estancada y los espermatozoides en el semen humano, no se había podido comprobar que la clave de muchas enfermedades se encontraba en unas entidades mucho más pequeñas que las que nuestros ojos pueden percibir. De hecho, hasta hace poco más de 150 años, en la segunda mitad del siglo XIX, no publicaron Louis Pasteur y Robert Koch la teoría microbiana de las dolencias infecciosas. Por lo tanto, la mayor parte de la historia humana había transcurrido ajena a esa realidad, con la inevitable consecuencia de las enormes tasas de mortalidad que, en forma de epidemias y afecciones producidas por virus, bacterias y otros seres infinitesimales, asolaron a lo largo de la historia a los habitantes del planeta, sin distinción de clase social.