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La historia contemporánea parecía habernos enseñado que las grandes disrupciones económicas y sociales que afectaban a los países, solían tener su origen en desastres naturales (terremotos, huracanes), en catástrofes generadas por el hombre (procesos de contaminación de recursos, accidentes nucleares), en problemas de naturaleza financiera (que rápidamente se trasladaban a la economía real), o bien, en el extremo, en conflictos armados (guerras civiles o entre países). No obstante, desde finales del siglo XX, la difusión del proceso de globalización ha puesto en claro que las grandes disrupciones de la economía y de la sociedad, independientemente de su localización geográfica y origen específico, tienen -cada vez más- una dimensión global.
Este entorno de un mundo más interconectado e interrelacionado hizo que la sociedad global fuera modificando sus arreglos institucionales a nivel local, para avanzar en la construcción de nuevos mecanismos internacionales que le permitieran lidiar de forma más eficiente con este fenómeno emergente. Así, se han creado redes globales de información y monitorización de fenómenos naturales y, hoy día, se analizan las trayectorias de los huracanes en todo el mundo y se da seguimiento a los efectos de los seísmos no solo en el sitio en el que ocurren, sino previendo su impacto en otras latitudes (un terremoto en Chile dispara las alarmas de tsunami en las costas de Japón). En el ámbito financiero, la globalización de estas actividades ha implicado igualmente la creación de mecanismos de estandarización de la regulación financiera, que permitan reducir el riesgo de que desequilibrios en un mercado local puedan llegar a tener un impacto sistémico de carácter global.
Hoy, la pandemia del coronavirus Covid-19 nos está mostrando una nueva cara de los riesgos asociados a la construcción de una sociedad global. Se trata, sin duda, de la primera gran crisis sanitaria de esta nueva etapa del mundo; una crisis que, con independencia de la letalidad del virus que la protagoniza, ha conseguido adquirir las dimensiones que tiene gracias a la interrelación e interdependencia que caracteriza a la actividad económica y social de nuestros días. Puede decirse que la crisis del Covid-19 es la prueba fehaciente de que la sociedad mundial es ya una sola.
La primera es la relacionada con la política económica. La problemática generada por la pandemia ha creado un escenario en el que las herramientas tradicionales de las políticas monetaria y fiscal, resultan insuficientes. Los esfuerzos de los bancos centrales a través de la reducción del coste del dinero y de la dotación de liquidez, y de los ministerios de finanzas intentando diseñar y poner en práctica programas de estímulo fiscal, probablemente conseguirán mitigar en parte los efectos de la dislocación de las cadenas productivas y de la estructura del empleo, pero ya se muestran claramente insuficientes para ofrecer una salida satisfactoria. En este ámbito, la llamada es a repensar los instrumentos de política económica, los cuales -no parece haber alternativa- deben alejarse del ámbito nacional y comenzar a situarse en la construcción de instrumentos de alcance global.
Y la segunda arista tiene que ver con los sistemas sanitarios. A lo largo de las últimas décadas, a medida que ha avanzado el proceso de transición demográfica hacia el envejecimiento de la población global, el deterioro en la efectividad de los sistemas de salud ha sido casi una constante. La crisis que vivimos ha demostrado que uno de los elementos clave en la contención de la pandemia está precisamente en la existencia y efectividad de los sistemas de atención de la salud en los diferentes países. Parece claro que aquellas naciones con sistemas sanitarios mejor estructurados y eficaces podrán reducir los efectos perniciosos -tanto sociales como económicos- de la pandemia. Y si esto es cierto entre los países más avanzados (desde donde, en general, el virus se viene expandiendo y entre los cuales la calidad de los sistemas sanitarios es muy dispar), lo será también en las naciones menos desarrolladas, en donde la pandemia no ha alcanzado todavía niveles críticos y en donde, por desgracia, la realidad del deterioro de los sistemas de salud es un hecho más evidente. El asunto ha dejado de ser una cuestión taxonómica que clasifique a los países en uno u otro grupo; es la pescadilla mordiéndose la cola, porque las deficiencias de uno, tarde o temprano, terminarán golpeándonos a todos.
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