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Para muchos es un idealista, un ser dolido por el tedio, un excéntrico fuera de lo común, que actuaría como un loco para escapar de la aburrida y monótona vida que le ofrecía la pequeña población manchega donde nació; para otros, don Quijote sería un transgresor social, un luchador por las libertades y la justicia, políticamente incorrecto, que al final de sus días llega a sentir con pesimismo la derrota de los ideales. Todos tenemos dentro de nosotros algo de Quijotes y no por ello estamos alienados.
Para algunos, don Quijote es un humorista, alguien que ha tomado conciencia de su parte inútil y superflua, y se complace por ello. Para otros, don Quijote es un inconformista, el arquetipo del revolucionario anónimo que toma partido en solitario contra las injusticias sociales. Incluso podría tratarse de un mitómano, excéntrico y algo chiflado, a quien se le va la cordura en algunos momentos, pero conserva el sentido de la realidad en lo fundamental.
Hay quien ve en don Quijote una alegoría del romanticismo, un alegato de la trascendencia que tiene arriesgar la propia vida en defensa de unos ideales tan alejados de razones económicas cuando no hedonistas. Podría ser un hombre común que saca lo mejor de sí mismo tras determinadas lecturas y que se compromete a defender con tenacidad todo aquello en lo que cree.
Para otros, don Quijote sería un fanático en post de un ideal, a todas luces inalcanzable, que le hará sentir la infinita soledad del idealista. ¿Acaso es locura vivir de acuerdo a un ideal?
Desde mi punto de vista, cuando Cervantes escribe su genial novela Don Quijote de La Mancha, está narrando la biografía de un ser entrañable adornado por una cualidad que destaca sobre todas las demás: el altruismo.
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No
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Don Quijote es un falso demente. Está loco cuando le conviene a Cervantes, y está cuerdo, y muy cuerdo, también cuando le conviene al escritor.