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Resumen
En el año 430 a.C., al iniciarse el segundo año de la guerra del Pelo-poneso, una terrible epidemia se desató en Atenas y en las ciudades más populosas de Ática. Duraría algo más de cuatro años y morirían unas 100.000 personas, un cuarto a un tercio de la población. Sabemos de ella a través de la magistral descripción que Tucídides hace en su Historia de la Guerra del Peloponeso. Su relato ha perdurado por 25 siglos por su interés médico y, sobre todo, por su gran fuerza dramática. La descripción de los síntomas y signos, su evolución y las consecuencias sobre las personas y sobre el orden social y moral ha cautivado a médicos, filólogos e historiadores. Ha inspirado obras literarias y cientos de artículos sobre la etiología de la plaga sin que hasta el momento exista acuerdo sobre qué fue, si es historia o tragedia, e incluso, si es que hay una respuesta única a estas alternativas.
Esparta, que lideraba la liga del Peloponeso invadió Ática en el año 431 a.C iniciando así una brutal lucha fraticida que duraría veintisiete años y cambiaría irreversiblemente el mundo griego y la civilización antigua1 (Figura 1). Apenas habían transcurrido cincuenta años desde las épicas batallas en las Termópilas, y luego en Salamina y Platea, donde los griegos entonces unidos enfrentaron y derrotaron al enorme ejército persa invasor en la segunda de las guerras médicas. Esta improbable victoria ante fuerzas inmensamente superiores en número fue seguida por décadas de gran desarrollo económico y cultural, particularmente en Atenas, con seminales avances en las artes, las ciencias y la medicina. Entre los líderes atenienses sobresale Pericles, cuya habilidad política y militar facilitaría el desarrollo del imperio ateniense en el siglo que lleva su nombre. Al desatarse las hostilidades, Pericles, consciente de la superioridad de los hoplitas espartanos en el combate terrestre, impuso la estrategia de dejar los campos a merced del ejército invasor, protegiendo a la población en Atenas y su puerto, el Pireo. Estas ciudades estaban amuralladas y se encontraban unidas por un largo corredor defendido por las Murallas Largas que Temístocles había erigido al retirarse el ejército persa (Figura 2). Este complejo fortificado constituía una posición inexpugnable para las posibilidades bélicas de la época, mientras que la conexión marítima y la hegemonía ateniense en el mar aseguraban el abastecimiento indefinido de la población y permitían desarrollar ataques en las costas del territorio enemigo. A consecuencias de esta estrategia, la población de Atenas se había cuadruplicado con los refugiados, muchos de los cuales vivían hacinados en precarias chozas improvisadas, situación que creó en la capital del imperio y su puerto las condiciones ideales para el ataque de un enemigo mucho más peligroso que el ejército de Arquidamo, rey de Esparta2.