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Waterloo supuso el fin de Napoleón y el inicio de la leyenda. Su derrota propició la caída del mito, del general todopoderoso que logró argamasar al ejército más efectivo y letal de su tiempo y que derrotó uno a uno a todos los estados europeos que osaron anteponerse en su camino. La batalla, además, puso fin al largo periodo de conflictos bélicos iniciados por la Revolución Francesa en 1789. Tras Waterloo regresó la paz, el orden absoluto, las fuerzas de la reacción.
Aquel status quo se mantuvo incólume durante al menos medio siglo y, en el camino, cimentó el orden geopolítico mundial que sólo saltaría por los aires por obra y gracia de la Primera Guerra Mundial. Durante décadas, mirar hacia Waterloo implicaba mirar hacia el inicio del mundo cognoscible, hacia el estado de las cosas por defecto, hacia el equilibrio de poderes sociales y políticos dibujado en Viena. Era una leyenda, la última gran batalla. La última gran derrota.