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Nacemos marcados con los estigmas que presagia en su poema Miguel Hernández: "Con tres heridas viene: la de la vida, la del amor, la de la muerte”. Y luego se nos hace realidad el decir de Shakespeare: "Hora tras hora del nacer crecemos, y en cada hora del crecer, morimos. Ésta es toda nuestra historia”.
El cuestionarnos para qué nacemos si al fin y al cabo hemos de morir, nos remite a otra interrogante, la más trascendente en nuestra vida: Entonces, ¿qué sentido tiene haber nacido? Si la muerte nos espera con la misma seguridad de que el sol saldrá mañana, ¿para qué nos hizo nacer Dios? ¿No sería mejor que nos hubiera creado con nuestro espíritu ya viviendo con Él para siempre? Así, no hubiéramos tenido qué pasar por este valle de lágrimas.
Leí el libro "Todos los hombres son mortales”, de Simone de Beauvoir, escritora existencialista. En sus páginas Beauvoir imaginó un personaje que no iba a morir nunca merced a los oficios que obró sobre él un hechicero judío. Llamó a su protagonista Raimondo Fosca, nacido en 1311.
De Beauvoir hizo de este hombre inmortal un dueño de sí mismo, de su provincia de Cremona, y de toda Italia. Pasó su vida interminable conservando inmutable su apuesta figura que le hacía ser un seductor por años y siglos, en los que Raimondo llevó a cientos de mujeres al tálamo amatorio, y gozó a sus anchas de su longeva vida entre placeres, ostentando siempre la lozanía de su galanura.
Pero Raimondo Fosca, así como era de inmortal, sufría el dolor de no poder amar de corazón, por ser incapaz de entregarse al sacrificio de sí mismo. Salvo sus fugaces erotismos pasionales, Raimundo Fosca se dolía en su ser solitario sufriendo la falta de un amor verdadero. Así vivió Raimondo Fosca por tiempo infinito, en una constante muerte en su tristeza y en su soledad sin poder salir del mundo nunca, aunque lo deseara tanto