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La vida es el máximo y único bien que deseamos conservar por encima del cualquier otro y para siempre. Ahí está el motivo de la pregunta del maestro de la Ley a Jesús. ¿Qué hacer para eternizar la propia vida? Y el Maestro le dice la verdad, sin rodeos, que lo conseguirá amando a Dios por encima de todo y al prójimo como a sí mismo.
Es de justicia amar a Dios sobre todas las cosas, porque de Él las recibimos y Él nos la conserva todas, junto con el valor máximo: la vida. La primera expresión del amor a Dios es agradecerle, con la palabra y con la vida, sus innumerables beneficios.
Constituye una tremenda injusticia y fatal ingratitud amar los dones de Dios más que al Dios de los dones. Además de ser idolatría, que es tan frecuente entre los que se tienen por creyentes en Dios. Vale la pena preguntarse con sinceridad y valentía: ¿Soy yo un idólatra?
La gratitud es expresión más genuina del amor a Dios, y además es la condición para que Dios nos conserve y multiplique sus dones. Si quieres recibir, agradece y pide.
Por otra parte el amor al prójimo como a sí mismo es inseparable del amor a Dios, porque el prójimo es mi hermano al ser hijo del mismo Padre, que lo ama como a mí. No podemos no amar a quien Dios ama.