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La llegada de Roma a la Península Ibérica en el siglo III a.C se debe en un primer momento a la presencia cartaginesa en estas tierras, en el contexto de las guerras púnicas. Con la llegada de los cartagineses a la Península Ibérica en busca de provisiones tras su derrota en la primera guerra púnica los territorios de la futura Hispania se convirtieron en el escenario de las dos siguientes guerras entre Roma y Cartago.
La conquista romana de la península se inicia en la segunda guerra púnica contra Cartago por el Mediterráneo occidental. Esta progresiva conquista se desarrolló en tres fases:
La conquista de la fachada mediterránea, los valles del Ebro y del Guadalquivir (218-170 a.C.), en un intento de frenar la expansión cartaginesa en la Península. Para ello Roma envió legiones al mando de los Escipión. Publio Cornelio Escipión, el joven, conquistó Cartagena y dominó el valle del Guadalquivir. En esta primera fase el ejército romano aseguró el control del valle del Ebro y el territorio fue dividido en dos provincias: Citerior y Ulterior.
La conquista de la Meseta (155-133a.C). En esta fase las guerras fueron entre romanos e indígenas: Las guerras celtíberas y lusitanas. Al Oeste, se abrió un frente contra los lusitanos, con Viriato a la cabeza, que se prolongó durante 11 años. Al Norte, las legiones mantuvieron una intensa lucha contra las tribus celtíberas del valle del Duero hasta la caída de la ciudad arévaca de Numancia.
Finalmente se consiguió la conquista del norte peninsular (27-19a.C.) con el propio emperador Octavio Augusto al frente en las guerras contra cántabros, astures y galaicos.
Con esta última conquista se consiguió el dominio de todos los territorios de la Península Ibérica, rico territorio que deseaba Roma por sus minas de oro del noroeste y su potencial para el cultivo de cereal.