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Cuando el prisionero arribaba al campamento, debía entregar su ropa y efectos personales, su cabello era rapado y recibía como vestimenta un uniforme a rayas de prisionero y un par de zuecos de madera.
La expectativa de vida en un campo de trabajos forzados era por lo común de algunos meses. Luego de ese tiempo el preso se convertía -en la jerga del campo- en un muselman, un ser humano en estado de completa extenuación y debilidad, de tal modo que apenas podía moverse y comunicarse.
Uno de los momentos más aterradores para los prisioneros era la formación (Appel) que se realizaba al amanecer o por la tarde, cuando los prisioneros regresaban del trabajo. Éstos, debían permanecer en posición de firmes, sin posibilidad de moverse, a menudo por varias horas a la intemperie.
La rutina en el campo estaba compuesta por una larga serie de órdenes y obligaciones, habitualmente dictadas a todos los prisioneros, unas pocas a algunos individuos, la mayoría conocidas y algunas imprevisibles.
Todas las fuezas del prisionero se invertían en superar las distintas etapas de esa rutina diaria: amanecer temprano, arreglo de la litera, formación, marcha al trabajo, labor extenuante, espera de la comida diaria -consistentente por lo general en una sopa insípida de algún vegetal y media hogaza de pan, alimentación insuficiente para quienes realizaban pesadas tareas- regreso al campo, formación vespertina y así sucesivamente.
En los campos de concentración y de trabajos forzados se realizaban actividades culturales, religiosas e incluso reuniones políticas clandestinas. En las obras que se conservaron, se ven reflejadas la vida y los sufrimientos de los prisioneros en el intento de preservar la identidad humana y judía. Esas creaciones son un testimonio directo y auténtico. Los diarios personales escritos sobre trozos de papel, los dibujos y grabados que pintan la vida en el campo, las joyas preparadas con alambres de cobre, la «Hagadá de Pésaj» manuscrita o la plegaria en la víspera del año nuevo, expresan la enorme fortaleza anímica de esos hombres y mujeres extenuados, hambrientos que trataron de aferrarse a la creatividad al final de un día agotador. En la rutina del campo de concentración y trabajo, los prisioneros demostraron heroísmo e imaginación en su intento de preservar no sólo la vida, sino su condición humana y los valores morales básicos expresados en el compañerismo y la solidaridad al prójimo.