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Explicación:Leído y releído incesantemente, El Matadero sigue produciendo de entrada la misma confusa sensación. Sin duda que hay un núcleo dramático en el que culmina la narración, sin duda que todo converge hacia el hecho en el que se depositan significaciones ejemplificadoras pero no obstante habría derecho a vacilar acerca de la índole retórica de esta pieza. Podemos decir que es un cuento puesto que la mayor intensidad se da en torno a dicho núcleo, puesto que hay una solución y todos los elementos que están en juego, aun los conceptuales o descriptivos, le sirven, puesto que se cumplen tradicionales requisitos de concentración narrativa; en todo caso lo podemos decir al final, hecho el cómputo de la totalidad pero también extraviada la «memoria narrativa», es decir perdida esa facultad de acumulación que define la existencia del lector y gracias a la cual lo ya transcurrido no desaparece de su conciencia sino que se integra con lo que está transcurriendo1. Podemos, entonces, decir que El Matadero es un cuento si omitimos que hasta muy avanzado el relato no parecía encaminarse hacia la presentación de una situación particular. Tenemos la impresión de que lo «cuento» apareció tarde en el espíritu del autor cuya propuesta formal no era clara. En cambio, podemos afirmar que tenía un propósito ejemplarizador, que quería escribir sobre la situación política de su momento pero que de entrada no veía la forma en la que podía encarnarse esa voluntad. Tanteaba pues, iba dejándose atravesar por un mundo de imágenes y de palabras hasta desembocar en lo particular, hasta resolver en una sola situación vivida todo lo que estaba intentado configurar. En este sentido, El Matadero no es un cuento, si lo observamos a la luz de ciertos puntos de vista ilustres como los de Poe, Maupassant y Horacio Quiroga entre nosotros, para quienes, desde la primera palabra hasta la última, todo debía servir, y por lo tanto contener, al hecho que origina y da forma inequívoca al cuento. Y cuando digo contener me refiero no a una progresión lógico-causal deductiva -como sin duda existe en El Matadero- sino a una convergencia y simultánea interrelación de planos, funciones y elementos2.
Y sin embargo hay un momento en que las vacilaciones se interrumpen y lo «cuento» cubre las etapas sucesivas de la narración implacablemente; ese momento está propuesto por el incidente del lazo que corta la cabeza del niño; parecería que la gravedad de esta anécdota arrastra por un lado el lenguaje pero, en otro sentido, más vinculado con el objeto de nuestra búsqueda, produce un evidente cambio en la forma de contar. Pero para que haya un cambio tiene que existir algo cambiable; supongamos por un momento que sea el tono: ahora se nos quiere envolver en un tono apremiado, profundamente serio, comprometido con sucesos que gritan su carácter trascendente, respecto de los cuales no se puede sino emitir un juicio condenatorio. ¿Y antes? Pues un tono irónico, un jugueteo general, un ir y venir, un cambiar de plano casi divertidamente, con pocos (y secretos) y muy genéricos elementos que presuponen, anticipan o dan la clave de lo dramático que va a ocurrir y que va a constituir la materia del cuento propiamente dicho.
Se ve, creo, adonde nos conduce en este caso la preocupación retórica por definir la índole del relato, preocupación que no tendríamos respecto de otras expresiones más modernas. Digo entonces, «en este caso» porque sin duda la noción de «género» como necesaria para la comunicabilidad literaria existía en Echeverría; puedo hacer esta afirmación gracias a lo que se desprende de por lo menos tres gestos3: 1.º es difícil suponer que en su momento y en su tendencia alguien cuestionara la viabilidad de la idea de los géneros: a lo más que llegaron los románticos fue a la impugnación de las unidades aristotélicas y a la declaración de la necesidad -por cierto que satisfecha- de la mezcla de los estilos (cf. Víctor Hugo, Préface à Cromwell, sobre lo «sublime» y lo «grotesco»); los géneros seguían siendo, en consecuencia, «formae mentis», modos psicológicamente válidos de organizar la expresión. 2.º en sus obras poéticas Echeverría es rigurosamente retórico; acepta las conquistas románticas pero sabe distinguir entre poesía lírica (Los consuelos) como cauce para la manifestación de los sentimientos individuales, y poesía épica (Avellaneda) como instrumento indispensable para evocar sucesos objetivos4. 3.º Echeverría reflexiona sobre problemas expresivos y generalmente traduce «expresión» por «forma» en el sentido de la preceptiva5.