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Explicación:Extraído, con autorización de su autor y los editores, del libro Leyendas del Ecuador, de Edgar Allan García. Ilustraciones de Marco Chamorro. Quito, Alfaguara, 2000. Colección Alfaguara Juvenil, Serie Azul.
Ampam había ido esa mañana lluviosa al Registro Civil para inscribir a su pequeño hijo. Un hombre de traje gris los vio llegar, se secó el sudor con un pañuelo arrugado y preguntó de mala gana.
—¿Qué quieres, indio? Habla rápido que no tengo tiempo.
—Quiero inscribir a mi hijo —dijo con tranquilidad Ampam.
—Ya, ¿y cómo quieres ponerle, pues?
—Quiero que lo anoten como Etsa, igual que...
—Pero, cómo... —gritó el hombre mientras se levantaba furioso del escritorio—, ¿le vas a poner Etsa a este niño?, ¿Etsa?, ¿no ves que es nombre de mujer?, ¿estás loco? Estos indios ignorantes...
Ampam trató de explicarle que Etsa, en el idioma de los shuar, quería decir Sol, el valiente Sol, el generoso Sol de sus antepasados, pero el tipo no lo dejó explicar nada. Ampam miró con tranquilidad a aquel hombrecito que se negaba a escuchar e insistía en hablar palabras sin sentido. Entonces recordó la tarde en que su abuelo Arútam —que en shuar quiere decir Poderoso Espíritu Tigre de la mañana— lo llevó a caminar por la selva. Ahí, entre gigantescos matapalos y frondosos copales, chambiras y pitajayas, le contó de qué manera el luminoso Etsa les devolvió la vida a los pájaros.
—Iwia es un demonio terrible —le explicó Arútam—. Desde siempre ha tenido la costumbre de atrapar a los shuar y meterlos en su enorme shigra para después comérselos. Fue así como, en cierta ocasión, el cruel Iwia atrapó y luego se comió a los padres de Etsa. Entonces raptó al poderoso niño para tenerlo a su lado y, durante mucho tiempo, le hizo creer que su padre era él.
Cuando Etsa creció, todos los días, al amanecer, salía a cazar para el insaciable Iwia que siempre pedía pájaros a manera de postre. El muchacho regresaba con la gigantesca shigra llena de aves de todas las especies, pero una mañana, cuando apenas empezaba su cacería, descubrió con asombro que la selva estaba en silencio. Ya no había pájaros coloridos por ninguna parte. Sólo quedaba la paloma Yápankam, posada sobre las ramas de una malitagua.
Cuando Etsa y la paloma se encontraron en medio de la soledad, se miraron largamente.
—¿Me vas a matar a mí también? —preguntó la paloma Yápankam.
—No —dijo Etsa—, ¿de qué serviría? Parece que he dejado toda la selva sin pájaros, este silencio es terrible.
Etsa sintió que se le iban las fuerzas y se dejó caer sobre el colchón de hojas del piso. Entonces, Yápankam voló hasta donde estaba Etsa y, al poco rato, a fuerza de estar juntos en medio de ese bullicioso silencio en el que aún navegaban los gritos de los monos y las pisadas de las hormigas, se conviertieron en amigos.
La paloma Yápankam aprovechó para contarle al muchacho la manera en que Iwia había matado a sus verdaderos padres. Al principio, Etsa se negó a creer lo que le decía, pero a medida que escuchaba las aleteantes palabras de Yápankam, empezó a despertar del engaño que había tejido el insaciable Iwia y, entonces, como si lo hubiera astillado un súbito rayo, se deshizo en un largo lamento. Nada ni nadie podía consolarlo: lloraba con una mezcla de rabia y tristeza, golpeando con sus puños el tronco espinoso de la enorme malitagua.
Cuando Yápankam se dio cuenta de que Etsa empezaba a calmarse, le dijo:
—Etsa, muchacho, no puedes hacer nada para devolverle la vida a tus padres, pero aún puedes devolvérsela a los pájaros.
—¿Cómo? —quiso saber Etsa.
La paloma explicó: "Introduce en la cerbatana las plumas de los pájaros que has matado y sopla".