Respuestas
Respuesta:
El cuento por su autor
La anécdota de la primera historia que refiero, “En el borde del barranco”, se la escuché en Jujuy a un amigo. Si no recuerdo mal, a él se la había contado un médico de El Carmen que, con nombre y apellido, quizá la había protagonizado. Años después, supe de un caso similar en la provincia de Córdoba; esta vez el protagonista, de profesión abogado, tampoco era anónimo. Hace poco la mencioné en la facultad, en un taller de cuento, y varias personas dijeron conocerla, aun
Explicación:
VISCOSO EN LA OSCURIDAD
Juan Seguer prometió que nos contaría todo tal cual como se lo había referido en su momento al comisario, cuando fue a exponer la denuncia.
Los había contratado la viuda de Ortiz, a él y a Mario Guitián, para que sacaran algo que se le había metido en el galpón. Por los datos que les dio, pensaron que era un animal. Una comadreja, quizá.
Ellos no solían efectuar trabajos de esa clase, pero la viuda pagaba bien. Según les explicó, el animal se había instalado allí hacía muchos años, poco después de morir el marido.
Don Ortiz era un pan de bondadoso, pero jamás tuvo habilidad para manejar el ingenio. Y desde que él falleció, a la viuda empezaron a irle bien las cosas. Ahora era una de las personas más ricas de la zona.
La mujer relató que al principio el bicho se escondía cada vez que alguien subía, pero con el tiempo fue tomando confianza y permanecía quieto en medio del galpón mirando con curiosidad a las personas. Más tarde la mirada se hizo desafiante. La última vez que la hija menor fue allá con sus amiguitas para jugar, el animal les gruñó. Las niñas bajaron asustadas y le contaron a la madre. La señora entonces decidió hacerlo sacar.
Seguer y Guitián subieron de noche, por no contradecir a la viuda, porque ella decía que sería más fácil si lo sorprendían dormido.
Llevaron linternas, sogas para enlazarlo, una jaulita de medio metro de largo, y dos cuchillos y un revólver por si se retobaba. Aunque como la mujer les rogaba que le tuvieran paciencia y trataran de no lastimarlo, estaban dispuestos a no usar las armas. Ella se conformaba con que lo soltaran lejos, en el monte, porque estaba fastidiada de tenerlo frente a la casa.
Los hombres treparon por la escalera con cuidado de no hacer ruido. Juan Seguer iba adelante. Apoyó las cosas en la primera superficie plana que encontró y, haciendo fuerza con sus brazos, subió de un salto. Luego ayudó a Mario Guitián. Arriba había un olor caliente y nauseabundo, como a carne podrida, y apenas se podía respirar.
Prendieron las linternas y comenzaron la búsqueda. Guitián fue hacia el fondo y Seguer hacia el frente. Habían quedado de acuerdo en que si lo veían, se avisarían sin hablar, sólo iluminando el techo.
Seguer caminó despacio sobre los tablones del piso. No siempre podía evitar que crujieran. Pocos metros atrás de él, escuchaba también las pisadas de Mario. Llegó hasta las aberturas que daban al exterior. Lo sorprendió hallarlas clausuradas con unas tremendas vigas clavadas a los marcos. Afuera graznó un zorro del agua. Se sentó en un fardo de pasto y recorrió con la linterna todos los rincones. Vio algunas herramientas en desorden y una rata enorme, pero ningún indicio del animal. Decididamente no estaba en el sector que le había tocado revisar.
De pronto, el techo se iluminó. Mario Guitián lo había localizado. Fue hasta allá lo más rápido que pudo y en el trayecto tropezó con algo y cayó haciendo bastante ruido. Señaló con la linterna para ver. Primero no comprendió bien qué era lo que estaba en el piso: parecían pedazos de género desflecado, endurecidos por el polvo. Luego aquel olor asqueroso golpeó más fuerte su nariz y acomodó mejor las imágenes: se trataba de huesos, grandes huesos con pedazos de carne adheridos. Investigó un poco más allá y vio una cabeza. Era un cráneo humano.
Tuvo un presentimiento: iluminó alrededor y descubrió más huesos y cabezas. Aquello era un cementerio.
A los tumbos, alcanzó una de las paredes. Alguien tocó su hombro y se sobresaltó.
Iba a gritar, pero una mano le tapó la boca.
—Soy yo —susurró Mario Guitián.
Seguer asintió y el otro lo soltó.
—Lo encontré —dijo Guitián.
Tartamudeando, Seguer intentó contarle lo que había visto.
—Calmate —murmuró Mario sin prestarle atención, y enfocó con su linterna una pila de leña—. Mirá.
El redondel de luz bajó y mostró una parte del animal, la cola o algo; el resto estaba oculto tras la leña. Era como una serpiente del grosor de un árbol adulto, anillado y cubierto de pelos. De vez en cuando se retorcía muy lentamente.
—Mejor vamos —le dijo Seguer.
Pero Guitián quería ganar aquel dinero como fuera. Sacó el revólver, le quitó el seguro y avanzó hacia la leña. Juan Seguer confiesa que no sabe qué sucedió entonces. Ya a esa altura no tenía ideas. Se había convertido en una porquería que temblaba muerta de miedo. Él cree que la montaña de troncos cayó sobre ellos, mejor dicho, que aquella cosa la empujó para que los aplastara.
Juan Seguer y Guitián rodaron y terminaron en sitios distintos. Las linternas volaron por el aire y se apagaron al golpear contra el piso.
—Mario —llamó Seguer.
—Aquí estoy —respondió él unos metros atrás.
Seguer iba a levantarse para caminar hasta su compañero, pero algo se movió a su izquierda, muy cerca. Sintió una respiración pesada y sostenida.