Respuestas
El enfrentamiento entre el Gobierno y el campo sobre la distribución de la renta agropecuaria es un ejemplo de una característica fundamental de toda democracia: la tensión entre la libertad individual y la igualdad colectiva. La libertad individual apunta a poder actuar con la mayor autonomía posible. Esto implica, entre otras cosas, minimizar las restricciones por parte del Estado. La igualdad se refiere a los criterios según los cuales se comparten y distribuyen los bienes materiales dentro de una sociedad. En general, un mayor énfasis en la igualdad implica ampliar el papel del Estado.
El sector agropecuario ve coartada su libertad cuando el Gobierno incrementa sus impuestos. Entiende esta "voracidad" fiscal como una suerte de confiscación. Lo que demanda es, simplemente, el derecho a la protección de la propiedad privada.
El Gobierno, supuestamente, se propondría redistribuir el ingreso para fortalecer los derechos sociales. Estos derechos se definen como el acceso a las condiciones básicas que permiten a los ciudadanos vivir con dignidad. Siempre y cuando la polémica medida tomada por la actual administración vaya en esta dirección, el énfasis estaría puesto en el principio de equidad. En términos de porcentaje del PBI, los ingresos fiscales en la Argentina son más bajos que en los países de mayor desarrollo económico. Esto perfectamente puede justificar que el Gobierno utilice un impuesto a las exportaciones de soja y girasol como instrumento de recaudación en un contexto de altos precios internacionales.
Si bien la relación entre libertad e igualdad no siempre es de suma cero, la experiencia de las democracias occidentales nos muestra que los derechos suelen coexistir en forma conflictiva y, a veces, contradictoria. Es decir: su evolución no es armónica.
Pensemos en los países escandinavos. Allí el énfasis en los derechos sociales vinculados al Estado de bienestar van de la mano de una política impositiva que establece límites estrictos al poder de decisión que tienen los individuos para disponer de sus ingresos. En estas democracias, la expansión de la esfera de la igualdad comprime el derecho a la propiedad privada. O sea, reduce la libertad individual de los ciudadanos.
¿Hasta qué punto la libertad debe sacrificarse por la justicia social, o viceversa? Si el énfasis en las libertades individuales conlleva un menor papel del Estado (por ejemplo, en términos de política tributaria y organización del gasto público), el resultado puede ser un crecimiento de la desigualdad social.
El caso de los Estados Unidos ilustra este tipo de dilemas. La crisis en el sistema de salud es una clara manifestación del creciente problema de la desigualdad en ese país. Si los Estados Unidos optaran por seguir el modelo de otras democracias avanzadas deberían expandir el papel del Estado en la provisión de servicios de salud, tanto para mejorar la eficacia como para expandir el acceso. No es ninguna sorpresa que en un país donde el número de personas sin cobertura médica creció en casi seis millones en los primeros cinco años del siglo XXI, éste sea uno de los temas más controvertidos de la actual campaña electoral.
La desigualdad puede debilitar a la democracia cuando muchos ciudadanos sienten que el sistema político no se preocupa por sus necesidades básicas. Cuando esto ocurre, suele haber una mayor disposición a aceptar liderazgos autoritarios o a caer en el cinismo. Aun cuando el descontento no ponga en peligro la democracia, las sociedades no pueden dejar de preguntarse cuál es su obligación con los más necesitados. Este es un debate que tiene una larga historia en el capitalismo.
El balance entre libertad e igualdad remite a la cuestión del poder y el papel de la política. Cada sociedad debe decidir dónde reside el poder para tomar decisiones que afecten el balance entre libertad e igualdad, cómo se distribuye ese poder y cuáles son los límites que se le quiere imponer.
La política es la herramienta para dirimir estas cuestiones. Una sociedad democrática debe decidir cuál es el papel de los ciudadanos en la política, cuáles son las reglas que enmarcan el juego político y cómo se genera un consenso sobre la justicia social.
No cabe ninguna duda de que el conflicto del campo es político y no económico. Se trata de una disputa por el poder para tomar decisiones que afectan a la sociedad en su conjunto.
Mientras que algunos comentaristas políticos han visto en esta crisis el preludio de un futuro sombrío, la realidad es diferente si se la mira desde una óptica más amplia. Más allá de los prejuicios ideológicos y las acusaciones mutuas, el debate público en torno a las medidas del Gobierno revela un sistema político mucho más maduro que el de unos años atrás. Lo que está en discusión es mucho más profundo que las retenciones. Se trata, entre otras cosas, de plantearse qué variedad de capitalismo se adecua al modelo de sociedad que queremos construir.