Respuestas
Respuesta:La costumbre de cargar cestos en la cabeza los mantenía erguidos. Y con el pensamiento más cerca del cielo que de los pies.
Era una aldea con pocos habitantes, donde cada uno hacía su parte del trabajo y tenía su lugar en las danzas. Aquellas personas conocían la diferencia entre un fuego sagrado y un fuego familiar donde asar alimentos. Separaban sin dificultad las plantas benéficas de las maliciosas; aceptaban las lluvias y las sequías. Y cuando se tendían a descansar, eran capaces de reconocer cientos de formas en las nubes.
Imaoma era un joven cazador, tan diestro que la aldea entera lo consideraba un elegido de los Antepasados.
*
Atima era una hermosa muchacha, buena en el arte de teñir plumas y coser pieles.
Eran tiempos de cacería.
El día había amanecido con olor a madera. Y el más anciano de la aldea miraba a su alrededor con una sonrisa divertida, como si supiese que algo agradable estaba a punto de suceder.
Imaoma miró a la joven Atima por la mañana. La miró con fijeza y siguió andando.
Imaoma miró a Atima por la tarde. Ella se cubrió las mejillas con las manos y puso su pie derecho sobre su pie izquierdo.
Cuando cayó la noche y la aldea entera se reunía alrededor del fuego, Imaoma volvió a mirarla. ¡Todo estaba dicho!
Tres miradas de un hombre a una mujer, en el curso de un día, eran invitación a boda, siempre que las familias aceptaran.
Y las familias aceptaron, porque Imaoma y Atima eran los dos ojos de un mismo pez, las dos laderas de una misma montaña. Y tendrían una descendencia saludable.
Los festejos se realizaron poco tiempo después. Hubo carne y fruta para toda la gente de la aldea. Y para algunos parientes que llegaron de lejos.
Atima le dio a su esposo un brazalete de piel como regalo.
Imaoma le dio a su esposa un pequeño espejo enmarcado en ébano, que él mismo había tallado con paciencia.
Alzaron una choza en el sitio indicado por los mayores. Y la vida continuó su curso al son de los tambores.
Tam…
Tam, tam.
Tam…
Tam, tam.
Pero al año siguiente, los tambores empezaron a anunciar desgracias. Primero unos, después otros… Todos los tambores resonaban con mensajes confusos. Como si no estuviesen seguros de sus visiones. O se apenaran de asustar a los hombres con tan malas noticias.
El tiempo caminó a su modo, ni rápido ni lento. Y pasó otro año.
Los tambores continuaban sonando roncos y tristes. Ellos sabían, anunciaban, advertían que grandes males se avecinaban.
Tres años y algunas lluvias habían pasado desde la boda de Imaoma y Atima. Para entonces, los tambores repetían un solo mensaje: “Ya viene el llanto, ya nos arrancan el corazón. Ya viene el llanto, ya nos arrancan el corazón”.
Atima se había alejado de la aldea, buscando frutos comestibles. Su pequeña hija estaba junto a ella. La niña iba a cumplir tres años, y eso significaba que todavía llevaba el nombre de sus padres. Cuando cumpliera doce años, ella misma elegiría el nombre para el resto de su vida. Mientras tanto, era “Atima”, por su madre. Y era “Imaoma”, por su padre. Es que la gente de aquellas aldeas les daban a los nombres su justo tiempo y su verdadera importancia.
Atima, la madre, y Atima Imaoma, la niña, juntaban frutos y cantaban. Pero no estaban solas, ni a salvo…
Muy cerca de ellas, unos hombres de piel descolorida las miraban desde la espesura, con ojos brillantes como monedas de plata. Eran cazadores de hombres y preparaban las redes, se humedecían los labios con la lengua, tensaban sus corazones.
Los cazadores comenzaron a avanzar sin hacer ningún ruido.
Atima Imaoma preguntaba cantando. Atima, su madre, respondía del mismo modo.
Los cazadores tenían órdenes precisas: aquella vez debían ser niños. El mercado de esclavos los necesitaba, y pagaba por ellos buenas sumas de dinero. Además, cabían mayor cantidad en un barco, requerían menos alimentos y ocasionaban pocos problemas.
Atima le dio a su pequeña hija un fruto rojo y repleto de jugo. Atima Imaoma lo mordió con gusto. Y el jugo dulce le ensució la boca.
Los hombres de piel descolorida eran, igual que Imaoma, grandes cazadores. Pero Imaoma cazaba con lanzas, y ellos con redes. Imaoma cazaba animales para que la aldea entera tuviera alimento. En cambio, la red de los cazadores cayó sobre Atima Imaoma. Sobre su vida, sobre su boca sucia de jugo rojo.
La pequeña creyó que se trataba de una lluvia distinta a las que conocía. Quiso extender los brazos hacia su madre, pero las sogas la atraparon más todavía. Sus ojos negros cabían perfectos, húmedos, en los agujeros de la red.
Atima, la madre, peleó contra los cazadores tanto como pudo. Y gritó con la fuerza de siete gargantas. Sin embargo, era apenas una delgada mujer que nada podía contra un grupo de hombres. Cuando acabó de comprenderlo, Atima se desprendió de la cintura una bolsita de cuero, y se acercó a uno de los cazadores, suplicando en su lengua.
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