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Uno de los hechos más significativos del niño en el medioevo es que no hayan quedado registros acerca de él. Cuando por razones religiosas debía hacérselo, el niño aparece como un adulto en miniatura. Esa ausencia de representación se debe a que la realidad infantil en la Edad Media no merecía atención. No había educación sino aprendizaje del joven que convivía con adultos, de quienes aprendía ayudándolos. La separación del mundo de los niños del de los adultos era ignorada, ambos convivían mezclados en una vida social consolidada por fuera de la familia que fue bien ilustrada por Brueghel. No había juegos, ni juguetes, ni vestimentas especiales para niños. La mortalidad infantil era elevadísima, se engendraban muchos hijos para conservar sólo algunos y la vida del niño se consideraba con la misma ambigüedad que la de un feto de hoy en día. La infancia era así un pasaje sin importancia. El niño era la forma inmadura de un adulto no demasiado interesante ni merecedora de trato especial: había que soportar ese estado esperando su maduración, como se espera que una breva devenga higo.