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1942 e niño, soportaba puntapiés, insultos y burlas. “En ese entonces no teníamos derecho a protestar, o venían castigos y humillaciones, solo por ser indios”. Dice, con su voz particularmente grave, temblorosa.
Corrían los años 40. Desde Quinchuquí, varias familias quichua-imbayas se asentaron en Ibarra. Entre ellas, la de Enrique Males Morales, uno de los cinco hijos de Rafael y Carmen, de poncho azul, alpargatas blancas y sombrero sobre la trenza.
Entró a una escuela cristiana. Le enseñaron a rezar en español, hasta que a los 9 dejó las aulas para trabajar con su padre, que cantaba y despostaba animales en el camal para venderlos en el mercado de Ibarra. Pero la ciudad hizo que olvidara su lengua, aunque la música sobrevivió a su manera: cantaba pasillos y boleros y un buen día de 1969 fue invitado, por la Embajada de Ecuador en Chile, a Santiago. Ese año, nació su primer hijo.
En 1972 volvió a Chile y “algún cantor” le dijo que hay que cantar a esa Latinoamérica que “necesita nutrirse de temas que reflejen la problemática social, política y cultural”. Unos dicen que fue Víctor Jara.
Males fue invitado por organizaciones sociales y políticas de izquierda, en América Latina, sobre todo en Nicaragua. Conoció al grupo Ñanda Mañachi, conformado por quichuahablantes, y decidió por fin recuperar su lengua y los elementos de identidad imbaya que había olvidado en su niñez. Tenía 30 años.
La mujer que trabaja su ganado, su yunta, el canto de los huiracchuros, de los quindes y de los quilicos se convirtieron en temas de sus líricas. “La poesía es una mujer del mundo, trabajadora, es los cuatro elementos”. En los 80 conoció instrumentos autóctonos, como tuntules, litófonos, ocarinas y pífanos.
Hace 16 años comparte su vida con la bailarina Patricia Gutiérrez, con quien tuvo a Ari Yarina (que significa Sí a los buenos recuerdos). Para Patricia, él es un canto a la paz, a la humildad y a la alegría.
A pesar de sus 24 discos y una carrera de éxitos reconocidos, en su mayoría, en el extranjero, Enrique es determinante: “No canto para hallar un reconocimiento, la música para mí es todo. Voy a dar todo y me moriré con ella. Creo que mi voz aún está vigente y pienso que voy a seguir cantando a la vida, al trabajador, al obrero, al campesino y a la mujer del mundo...”.
Etiquetas: 1942
Enrique Males
Corrían los años 40. Desde Quinchuquí, varias familias quichua-imbayas se asentaron en Ibarra. Entre ellas, la de Enrique Males Morales, uno de los cinco hijos de Rafael y Carmen, de poncho azul, alpargatas blancas y sombrero sobre la trenza.
Entró a una escuela cristiana. Le enseñaron a rezar en español, hasta que a los 9 dejó las aulas para trabajar con su padre, que cantaba y despostaba animales en el camal para venderlos en el mercado de Ibarra. Pero la ciudad hizo que olvidara su lengua, aunque la música sobrevivió a su manera: cantaba pasillos y boleros y un buen día de 1969 fue invitado, por la Embajada de Ecuador en Chile, a Santiago. Ese año, nació su primer hijo.
En 1972 volvió a Chile y “algún cantor” le dijo que hay que cantar a esa Latinoamérica que “necesita nutrirse de temas que reflejen la problemática social, política y cultural”. Unos dicen que fue Víctor Jara.
Males fue invitado por organizaciones sociales y políticas de izquierda, en América Latina, sobre todo en Nicaragua. Conoció al grupo Ñanda Mañachi, conformado por quichuahablantes, y decidió por fin recuperar su lengua y los elementos de identidad imbaya que había olvidado en su niñez. Tenía 30 años.
La mujer que trabaja su ganado, su yunta, el canto de los huiracchuros, de los quindes y de los quilicos se convirtieron en temas de sus líricas. “La poesía es una mujer del mundo, trabajadora, es los cuatro elementos”. En los 80 conoció instrumentos autóctonos, como tuntules, litófonos, ocarinas y pífanos.
Hace 16 años comparte su vida con la bailarina Patricia Gutiérrez, con quien tuvo a Ari Yarina (que significa Sí a los buenos recuerdos). Para Patricia, él es un canto a la paz, a la humildad y a la alegría.
A pesar de sus 24 discos y una carrera de éxitos reconocidos, en su mayoría, en el extranjero, Enrique es determinante: “No canto para hallar un reconocimiento, la música para mí es todo. Voy a dar todo y me moriré con ella. Creo que mi voz aún está vigente y pienso que voy a seguir cantando a la vida, al trabajador, al obrero, al campesino y a la mujer del mundo...”.
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