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Después de cuatro días, el cuerpo era llevado a enterrar o cremar. A partir de ese momento, el alma emprendía el difícil trayecto. Luego, cada año durante cuatro años, se realizaban ostentosas ceremonias en el lugar donde se encontraban las cenizas o el cuerpo del difunto. Así, este complejo ritual no solo ayudaba a que las almas descansaran sino también a facilitar el proceso de duelo de los familiares.
Con la llegada de los españoles, este ritual sufrió un proceso de aculturación. La fiesta del dios del inframundo se unió junto con la celebración de los difuntos y se reinventó el proceso hasta ser concebido como lo conocemos ahora.
En la época contemporánea, seguramente recuperando las tradiciones ancestrales, está presente uno de los elementos más simbólicos de la festividad, en señal del sincretismo entre el cristianismo y las creencias religiosas autóctonas: los altares con sus ofrendas, una representación de nuestra visión sobre la muerte, llena de alegorías y múltiples significados.