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Se despertaba cuando todavía estaba oscuro, como si pudiera oír al sol llegar por detrás de los márgenes de la noche. Comenzaba los días, con una hebra clara, mientras afuera la claridad de la mañana dibujaba el horizonte, tejiendo así hora tras hora un largo tapiz que no acababa nunca.
Si el sol era demasiado fuerte, la joven ponía en la lanzadera hilos grisáceos del algodón más peludo. De la penumbra que traían las nubes, elegía un hilo de plata que bordaba sobre el tejido con gruesos puntos. Y era entonces cuando la lluvia llegaba a saludarla. Si el viento y el frío peleaban con las hojas y espantaban los pájaros, bastaba que tejiera sus bellos hilos dorados para que el sol volviera a apaciguar a la naturaleza.
Cuando tenía hambre, tejía un lindo pescado, Y rápidamente el pescado estaba en la mesa. Si tenía sed, entremezclaba una lana suave del color de la leche. Tejer era todo lo que hacía. Tejer era todo lo que quería hacer.
Pero tejiendo y tejiendo, ella misma trajo el tiempo en que se sintió sola, y con el antojo de quien intenta hacer algo nuevo, comenzó a entremezclar en el tapiz las lanas y los colores que le darían compañía. Poco a poco, su deseo fue apareciendo. Aquella noche, pensó en los lindos hijos que tendría para que su felicidad fuera aún mayor. Sin embargo, una vez que el descubrió el poder del telar, sólo pensó en todas las cosas que éste podía darle.
—Necesitamos una casa mejor— le dijo a su mujer. Y a ella le pareció justo, porque ahora eran dos. Pero una vez que la casa estuvo terminada, no le pareció suficiente. — ¿Por qué tener una casa si podemos tener un palacio? —Ordenando así que fuera de piedra con terminaciones de plata.
Días y días, semanas y meses trabajó la joven tejiendo techos y puertas, patios y escaleras y salones y pozos. Ella no tenía tiempo para llamar al sol. Tejía y entristecía, mientras los peines batían sin parar. Cuando el palacio quedó listo, el marido escogió para ella y su telar el cuarto más alto, en la torre más alta. —Es para que nadie sepa lo del tapiz —dijo. La mujer tejía sin descanso los caprichos de su marido, llenando el palacio de lujos.
Y tejiendo y tejiendo, ella misma trajo el tiempo en que su tristeza le pareció más grande que el palacio con todo lo que el contenía, y por primera vez pensó que sería bueno estar sola nuevamente. Esperó a que llegara el anochecer. Descalza, subió la larga escalera de la torre y se sentó al telar. Tomó la lanzadera del revés y, pasando velozmente de un lado para otro, destejió a los criados y al palacio con todas las maravillas que contenía.
Nuevamente se vio en su pequeña casa y sonrió mirando el jardín a través de la ventana. El marido se despertó extrañado por la dureza de la cama. No tuvo tiempo de levantarse. Ella ya había comenzado a deshacer el oscuro dibujo de sus zapatos. Rápidamente la nada subió por el pecho armonioso y el sombrero con plumas. Entonces, la muchacha eligió una hebra clara como un delicado trozo de luz, que la mañana repitió en el horizonte