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En las últimas décadas el país ha atravesado momentos muy graves en los cuales los hechos de corrupción han sido protagonistas desafortunados. Tal ha sido el caso del proceso 8.000 a mediados de los noventa o la parapolítica a inicios del presente siglo, junto con una larga lista de escándalos de corrupción que han afectado gravemente sectores la salud, la educación, el sistema pensional y de seguridad social, la defensa y seguridad nacional, el sistema financiero, entre muchos otros. Desde hace muchos años la criminalidad vinculada al narcotráfico y el contrabando han permitido que en distintos lugares del país persistan entornos favorables a economías criminales que encuentran en la corrupción un vehículo de operación muy rentable. Más recientemente, podría decirse que el 2017 fue un año de hitos dramáticos de escándalos de corrupción: desde la grave afectación que generó la corrupción a instancias judiciales precisamente responsables de investigarla y sancionarla, hasta la intensificación del abuso de los recursos destinados a la alimentación escolar en distintos lugares del país.
Sin duda la corrupción no es un problema nuevo, sin embargo los actos de corrupción que evidenciamos hoy son mucho más complejos que antes pues involucran una amplia variedad de actores, se realizan de manera ágil mediante técnicas difíciles de prevenir y rastrear, y generan impactos mucho más amplios sobre la sociedad, la democracia, los derechos humanos y la economía. Transparencia Internacional ha denominado estas situaciones como “gran corrupción”, entendidas como el abuso del poder de alto nivel que beneficia a unos pocos a costa de muchos, causa daños muy serios y extendidos sobre la toda la sociedad y los individuos, y que usualmente queda en la impunidad