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En la época colonial, Guanajuato era uno de los centros de riqueza más importantes de México, por lo que esta ciudad se convirtió en uno de los primeros objetivos militares de los insurgentes, encabezados por el cura de Dolores, Don Miguel Hidalgo y Costilla.
Enterado del peligro que corría la población y careciendo de fuerza para oponerse a los treinta mil hombres que pronto la atacarían, el Intendente Juan Antonio Riaño y Bárcena resolvió concentrar sus escasos efectivos, integrados por seiscientos hombres bien armados en la Alhóndiga de Granaditas.
Hidalgo conocía la solidez y resistencia de los muros de la Alhóndiga, reforzada además, por las trincheras y defensas exteriores que el Intendente había levantado. Deseoso de ahorrar víctimas inútiles, Hidalgo intimó a Riaño la rendición, haciéndole saber las garantías que concedería a los defensores.
El valeroso Intendente le contestó, haciendo honor a su fe jurada, que su deber era pelear como soldado y defender la Alhóndiga hasta morir, por lo que ambos bandos se aprestaron al combate, el que inició el 28 de septiembre de 1810.
A los gritos de: “¡Viva la independencia! ¡Abajo el mal gobierno! ¡Viva nuestra señora de Guadalupe!”, dados por los atacantes, contestaban los sitiados con voz entusiasta:
“¡Moriremos con honra! ¡Viva el rey!”.
Una y otra vez se estrellaron los patriotas mexicanos contra los fuertes muros de piedra de la Alhóndiga. La heroica muerte del Intendente Riaño no fue obstáculo para que la defensa mantuviera su solidez.
En medio de la cruenta lucha, un imberbe jovencito, peón de la Mina de Mellado, se presentó ante Hidalgo:
- Señor cura, si su mercé me permite... le dijo
- ¿Qué quieres muchacho?.
- Yo podría hacerles abrir la puerta del castillo.
- ¿Tú? ¿Y cómo? - pregunto el cura de Dolores.
- Ahora verá su mercé, señor cura... ¡brea y aceite! ¡ocotes!.
Y el minero aquel a quien llamaban El Pípila, desapareció entre la multitud y un momento después, Hidalgo, estupefacto, observó como corriendo al amparo de los muros, encorvada la espalda, cubierta por una amplía losa donde rebotaban las balas, el plomo, las piedras que le arrojaban los sitiados; llevando en una mano una tea encendida y arrastrando con la otra una carga de brea y aceite, se aproximaba a la puerta, sobre cuyas batientes arrojó el combustible, y le prendió fuego.
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