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Cuando ninguno, pero ninguno, de los abuelos de nuestros abuelos había nacido, la Tierra era un lugar en el cual, apenas el sol se escondía tras el horizonte, la gente se iba a dormir de inmediato porque todo se entenebrecía y las estrellas eran puntos celestes sin ningún brillo. En ese tiempo no existía la luna. La noche caía como una manta pesada sobre los campos y los ríos, y hasta los animales se metían en sus escondrijos hasta que amanecía.
Cuentan que, una tarde de verano, los niños jugaban a las escondidas entre los árboles. Las madres llamaron a sus hijos para que entraran a sus casas antes que la luz del sol desapareciera. Todos los chicos volvieron, menos Rafael.
Rafael se había dormido detrás de una roca mientras esperaba que descubrieran su escondite.
Cuando la mamá notó su ausencia, el último rayito dorado se escapaba tras las montañas. Los adultos salieron a buscarlo en la oscuridad. Pero era inútil... ¡la noche era tan negra! Rafael dormía profundamente y no escuchó que los hombres gritaban su nombre y tropezaban chocando con los pinos.
Entonces, las mujeres encendieron un fuego en un claro del bosque y, tomadas de las manos, le pidieron al cielo que las ayudara. El cielo lo meditó durante unos minutos y sintió que el ruego llegaba con tanto amor que era imposible ignorarlo. Al fin, decidió abrir uno de sus ojos. Era redondo como un anillo, blanco como la sal y brillante como una perla. El bosque se iluminó de pronto, como si estuviera por amanecer, y las estrellas refulgieron como espejos de plata lustrada. Los hombres encontraron a Rafael y se reunieron con las mujeres y los niños a admirar la belleza del resplandor.
Dicen que el ojo del cielo es la luna. Dicen que nunca más se cerró por las noches. Para que los hombres puedan encontrar lo que buscan. Para que los niños no se pierdan. Y para que las mujeres recuerden que el cielo siempre concede aquello que el amor clama, con las manos unidas, cerca de una hoguera.