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Friedrich Engels fue quien acuñó el término de «socialismo utópico» para referirse a los primeros socialistas, por oposición al «socialismo científico» creado por él y por Marx. De esta forma pretendía destacar que las propuestas de aquéllos eran puras formulaciones «idealistas» —irrealizables, utópicas— ya que no se basaban en el análisis «científico» de la sociedad capitalista y de sus fundamentos económicos y no tenían en cuenta la realidad de la lucha de clases.2 Sin embargo, hoy en día se cuestiona que todos los protosocialistas se puedan calificar como verdaderos utopistas porque muchos de ellos partieron del análisis de la sociedad industrial y capitalista, por lo que se propone que el término se restrinja a aquellos que «se propusieron construir comunidades comunistas en el propio ámbito de una sociedad capitalista cuyos fundamentos permanecían inmutables». Pero incluso en este caso, como ocurre con Fourier, Owen o Cabet, se constata que muchas de sus ideas fueron plenamente realistas y que a diferencia de los utopistas antiguos no se quedaron en el plano de la mera especulación filosófica sino que intentaron llevar a la práctica sus ideas convirtiéndolas así en un proyecto político —«la verdad de mañana», como definió Víctor Hugo a la utopía— capaz de movilizar a determinados sectores de la sociedad.3
Aunque las propuestas de los primeros socialistas no forman un cuerpo homogéneo ya que existen notables diferencias entre ellas, presentan algunas características comunes. Todos ellos critican la nueva sociedad capitalista resultado de la revolución industrial en la que los trabajadores quedan a merced del «frío» cálculo económico de los dueños de los talleres y de las fábricas, y todos entienden la propiedad privada no como un derecho natural sino como un fenómeno puramente histórico. Así el principal problema que abordan es cómo alcanzar la igualdad que vaya más allá de la mera igualdad legal, lo que les lleva a rechazar la exaltación de la libertad abstracta que propugnaba el liberalismo —que, como dijo el socialista francés Philippe Buchez, sólo enseña «al hombre a ser egoísta, a convertirse en su propio Dios, su propia fe, su propia gloria, su propia razón y su propia fuerza»—. De ahí la importancia que conceden a la educación como medio para que arraiguen los valores que hagan posible la sociedad igualitaria y «armónica» que proyectan. Por otro lado, también comparten la idea de un cierto internacionalismo social-proletario que al superar las rivalidades de los nacientes estados-nación dé paso a una era de paz y de libre convivencia entre los pueblos. Un último rasgo, aunque no compartido absolutamente por todos, fue el optimismo, su confianza en el progreso y en la posibilidad del cambio social que pusiera fin a la explotación y a la opresión para conseguir la regeneración moral de la humanidad.4
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