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Si definimos la globalización como un proceso de acercamiento físico entre los países y los pueblos del mundo en términos de comunicación, comercio y cultura, es bastante obvio que su dinámica internacional resulta inevitable. Todos tenemos que responder a ella, tanto individual como institucionalmente. La globalización tiene varias causas, entre las cuales quizás la más importante sea la «revolución» comunicacional de los últimos 20 o 30 años: el transporte, las telecomunicaciones y la expansión de internet.
No hay forma de que América Latina escape a este proceso global, aun si quisiera hacerlo. En otras palabras, el rechazo a la globalización no es una opción en el mundo actual. Para los países latinoamericanos, entonces, el reto es cómo y de qué forma aprovechar sus elementos positivos y reducir los efectos negativos. Parte del problema radica en que los elementos principales de la globalización, incluida la tecnología que ha generado su extraordinaria aceleración, no se han originado en el Sur sino en el Norte, y tanto los pueblos del Sur como sus gobiernos se encuentran sometidos a sus efectos sin capacidad para controlarlos. Esta percepción alimenta la reacción contra la globalización que hemos visto en los países de América Latina en los últimos años.
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