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Entro en la atestada sala de espera y al comprobar mi turno en el monitor, me alegro de haber traído el periódico; su lectura me hará más ligera la demora. No crean que fue fácil; adquirir la prensa hoy supone, en el mejor de los casos, dar un rodeo; pero crecí en un hogar donde nunca faltó al menos un ejemplar y, a fuerza de costumbre, se me hace imprescindible su lectura.
Tomo asiento en la única silla libre, presto a pasar revista a los titulares del día. No estoy de humor, así que transito raudo sobre la campaña electoral y sus promesas, curioseo en las secciones de cultura y de opinión, y finalmente aterrizo en mi destino: la sección deportiva. Ya es definitivo, el Hércules entrará como segundo en la promoción. Una temporada más volvemos a dejar en blanco la casilla «campeón de grupo». Tras la decimosexta tentativa, seguimos con esa espina. Pero ya se ascendió dos veces sin campeonar, y nada impide que pueda haber una tercera vencida. Si se sube, será por el camino largo, al compás de la festa mes fermosa; con música, pólvora y mar salada de fondo. Manda la costumbre. Feliz con mi propia conclusión, alzo la vista para observar un mar de cabezas enfrascadas en su diminuta pantalla; tan solo un niño, juega entre las sillas, ajeno al mundo digital. Le observo divertido en su afán de hacer gol, con una bola de papel de aluminio, en una portería delimitada por las patas de una mesa.
En uno de sus lances imaginarios, hace un escorzo y consigue un golazo inverosímil con la zurda, que pasará inadvertido al resto del planeta, pero que él celebra como se merece; con los brazos en cruz, a lo Benja. Al levantar la vista buscando reconocimiento a su gesta, cruza su mirada con la mía y le lanzo un guiño cómplice, que devuelve agradecido con una sonrisa. Probablemente en su inocencia se pregunte por qué un desconocido le guiña un ojo. Recuerdo haber tenido esa misma sensación en mi infancia y cuestionarme, qué significaría este gesto en el lejano y complejo mundo de los mayores.
Han pasado los años y ahora, desde el otro lado, todavía no tengo muy clara la respuesta; pero rememoro con agrado todos aquellos pequeños gestos que, en mi niñez, los adultos me regalaban de vez en cuando. Tal vez por eso los reproduzca ahora cada vez que se tercia; se han convertido en una costumbre.
Tras finalmente ser atendido, salgo de la sala y al pasar por su lado, le doy un revolcón a su pelo y me despido: Macho Hércules, chaval.