Respuestas
La independencia de la América española planteó urgentes retos a las élites criollas que habían desplazado a los blancos peninsulares para convertirse en el centro de decisión política. Luego de romper el lazo de dependencia era necesario edificar a la Nación, darle al ideal republicano forma y fondo.
La tarea no era fácil, eran numerosos los obstáculos: las marcadas diferencias regionales, esa visión de "patria chica" de la que tanto se quejaba el Libertador, la preocupación localista que se imponía al interés nacional, el aislamiento regional que reforzaba estos localismos y estimulaba la aparición de caudillos como expresión política del terruño. Intereses económicos difíciles de conciliar, reflejos de modos diferentes de vida; zonas portuarias propulsoras del libre comercio contra regiones del interior defensoras de medidas proteccionistas. Una élite acostumbrada a privilegios corporativos, deseosa de mantener su exclusividad, frente a una mayoría social movilizada en la gesta emancipadora con los ideales de justicia, libertad e igualdad, interpretados como mejoras inmediatas de su nivel de vida, ascenso social e incorporación al proyecto nacional.
Lograr la cohesión nacional, construir un nuevo orden, materializar el ideal de Estado no era asunto de decretos. El marco legal representado en la constitución fue un ideal muchas veces ultrajado, al no responder a las condiciones objetivas del " aquí y ahora" de las emergentes naciones.
Las oligarquías dominantes se vieron en la necesidad de buscar un acuerdo para imponer el orden y salvar a las nacientes repúblicas del fantasma de la anarquía... pero ¿qué instituciones, qué cambios, qué instrumentos debían aplicarse para asegurar el éxito republicano? En medio de esta urgencia de respuestas, un sector de la oligarquía exaltó su preocupación por el orden, como bien digno de preservar, tanto o más valioso que la misma libertad. Destacando el valor de la estabilidad como clave para el progreso. El espíritu conservador latinoamericano centró su inquietud en la defensa de la "continuidad histórica", proponiendo una evolución que no negara el pasado, que aprendiera de él; y un desarrollo lento, pero seguro y sin sobresaltos.
Dentro de esta tendencia, Gabriel García Moreno, presidente ecuatoriano que dirigió el escenario político de su país durante quince años (1860-1875), ha sido considerado el representante por excelencia del pensamiento conservador ultramontano. Por su gobierno autoritario, su defensa enérgica del orden, su alianza con la aristocracia terrateniente y muy especialmente, por su estrecha relación con la Iglesia Católica como instrumento de unificación nacional y soporte ideológico del régimen. Su estilo de gobierno despertó enconadas críticas en los sectores liberales, como entusiasta admiración de los conservadores que veían en su forma de gobierno el camino seguro a la paz y el progreso.
Singular interés despierta el estudio de la administración Garciana, principalmente su alianza con la Iglesia Católica que contrasta con el proceso de secularización que se estaba implementando en el resto de América Latina. Más interesante aún, al observar que este personaje considerado el máximo representante del pensamiento reaccionario, desarrolló una intensa labor innovadora en materia tecnológica y educativa, fue prolijo en realizaciones materiales para romper el aislamiento regional, amplió el mercado interno y fomentó un mayor intercambio comercial; al mismo tiempo que incrementaba la participación popular a través del voto. Todo esto en un ambiente donde la libre discusión estaba prohibida, donde la Iglesia dirigía la educación, censurando libros y comportamientos; con una constitución que hacía del catolicismo requisito obligatorio para ejercer la ciudadanía; en una cruzada moral intolerante y excluyente. Un proyecto político con notables contradicciones internas.