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El ser humano se distingue por su capacidad de entender y conocer la verdad de las cosas, la inteligencia, que es capaz también de discurrir, es decir, de pasar lógicamente de unas proposiciones a otras ampliando así su conocimiento. Sin ser infalible, en medio de certezas, opiniones, dudas, errores y aciertos, el conocimiento humano trata de abarcar tanto lo que son las cosas y sus procesos, es decir su esencia y su naturaleza, cuanto lo que el mismo ser humano es, hace, puede y debe hacer o, por contrapartida, lo que debe evitar. La inteligencia en cuanto se ocupa de lo que hay que hacer, de lo práctico, no puede dejar de lado la verdad conocida sobre lo que las cosas son y las leyes que rigen el actuar de ellas, porque en el fondo el movimiento y el cambio siguen la naturaleza. De ahí que cuando la práctica y la teoría no coinciden es porque una u otra, o ambas son limitadas y necesitan corrección. Más allá de la ciencia y de la técnica, a todo ser humano interesan las preguntas relativas a lo que es el hombre, a lo que puede y debe hacer y a lo que debe evitar en el campo propiamente humano. El interés más profundo está en descubrir qué somos, qué hay que hacer para ser mejores y que es lo que hay que evitar. En el hombre la luz de la inteligencia en cuanto descubre la respuesta a estos interrogantes es lo que se llama ley natural, y es precisamente la que lo inclina a obrar bien, siempre que libremente siga lo que la sana razón le propone en su corazón. Esta ley natural, promulgada por la razón es universal, es decir, se extiende a todos los hombres y en sus normas primarias está expuesta en el Decálogo o Diez Mandamientos. Esto en sí no es una cuestión de discusión religiosa, porque aunque se encuentren expresadas en la Biblia, estas normas se pueden conocer, y de hecho son conocidas en todo el mundo, sin necesidad de profesar la fe cristiana (o la del pueblo hebreo). La ley natural se apoya en la tendencia del hombre hacia lo absoluto, que los creyentes identificamos con Dios, y en el reconocimiento de la igualdad de los hombres, porque todos, hombres, mujeres, niños, ancianos, blancos, negros, morenos, nacidos, no-nacidos, europeos, africanos, americanos... poseemos en cuanto seres humanos la misma dignidad, fuente de sus derechos y deberes fundamentales. La ley natural no es pues una ley zoológica que corresponde al animal humano, aunque esa ley también exista puesto que formamos parte del reino animal. No se trata pues de los impulsos e instintos biológicos, sino de una ley que, suponiéndolos, es algo de otro nivel del ser y del hacer: el nivel de la inteligencia y de la razón. Los creyentes, no solamente los católicos sino los cristianos en general, así como los judíos, creemos que esta ley natural está inscrita en el hombre porque Dios lo ha creado a su imagen y semejanza, como lo afirma el libro del Génesis. Pongamos esta convicción al servicio del desarrollo de las personas y de las comunidades.