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Por tercera semana consecutiva, recurro, de nuevo, al tema del laicismo, como fenómeno «emblemático», porque me parece muy capital en estos momentos de nuestra sociedad, y porque está en el fondo de muchos problemas y cosas que nos están pasando. Lo que, en esta sociedad y cultura dominante secularizada, laicista, está en juego es el hombre en cuanto hombre, en orden a alcanzar la justa, necesaria, verdadera convivencia y bien común. Lo que a todos debiera preocupar, por encima de cualquier lucha de poder u otros intereses ajenos, es la persona, el bien del hombre, el bien común de los hombres en tanto que hombres. Esto reclama una recta visión del hombre, una consideración válida para todos de la persona en sí misma.
Benedicto XVI, en su Mensaje para el primero de Año de 2007 y en todo su magisterio, propone una paz nueva, como bien en el que se adensan y condensan tantas cosas y bienes, una paz justa, verdadera, real y estable, y ofrece un criterio básico que «no puede ser otro que el respeto de la gramática escrita en el corazón del hombre por su divino Creador». Y añade: «En esta perspectiva las normas del derecho natural no han de mirarse como directrices que se imponen desde fuera, como si coartasen la libertad del hombre. Al contrario deben ser acogidas como una llamada a llevar a cabo fielmente el proyecto divino universal inscrito en la naturaleza del ser humano. El reconocimiento y el respeto de la ley natural son hoy también la gran base para el diálogo entre los creyentes de las diversas religiones, así como incluso entre los creyentes y no creyentes. Éste es un gran punto de encuentro y, por tanto, presupuesto fundamental para una paz auténtica», edificada sobre la verdad, la libertad, la justicia y el amor (Juan XXIII). Es muy necesario aprender que la paz está conexionada con el abrirse a Dios, y, por tanto con la superación de cierto laicismo imperante. Para poder construir la paz y la convivencia justa habría que trascender una mentalidad inspirada, dominada, por la ideología de un laicismo totalitario y excluyente, que, incluso, «lleva gradualmente, de forma más o menos consciente a la restricción de la libertad religiosa hasta promover un desprecio o ignorancia de lo religioso, relegando la fe a la esfera de lo privado y oponiéndose a su misma expresión pública» (Juan Pablo II), sobre todo en lo que se refiere a su incidencia propia en la vida pública y en las cuestiones de la sociedad. Nunca se cansará la Iglesia de afirmar que el hombre es «su camino primero y fundamental» (Juan Pablo II), porque Jesucristo, Hijo único de Dios hecho hombre, «es su camino principal». En Él encontramos el «sí» más pleno y total, dado por Dios, que se haya podido dar y que se pueda dar en cualquier futuro, al hombre, la afirmación más grande del hombre, de todo hombre en su realidad concreta y en la circunstancia que se encuentre, la apuesta más empeñativa y sin límite en favor del hombre y de todo lo humano, de manera especial del pobre, del desvalido. Por eso, la Iglesia, «experta en humanidad y servidora del hombre» (Pablo VI), siempre y en todo momento luchará por el hombre, y sólo por el hombre, que es inseparable de Dios. Está en la entraña misma de su identidad y misión y no renunciará jamás al camino del hombre y a volcarse, en todos los aspectos, en favor del hombre.
En estos precisos momentos, no se le puede tildar a la Iglesia de ser la «gran cofradía de los ausentes», porque, hoy, está más que acreditado y a la vista de todos que es la Iglesia –pastores y fieles– la que, a través de Cáritas y de otras instituciones, está dando más la cara por los más pobres, aquella que está acudiendo como buena samaritana en auxilio de los necesitados y de los que sufren por tantas cosas, sin pasar de largo, ni contentarse con palabras y frases más o menos ocurrentes, aunque sin contenido, ingeniosas y falaces, o con gestos propagandísticos de cara a la galería, que sólo buscan el medro y los intereses propios, o que sólo tratan de agitar sin aportar ni propiciar remedios ni soluciones reales y eficaces. El cardenal Vicente Enrique y Tarancón, siendo ya emérito, en uno de sus últimos escritos, afirmaba lo siguiente que resulta muy actual: «La Iglesia del Verbo encarnado –Dios quiso entrar en la historia de la humanidad– no puede inhibirse ante ningún problema humano. No puede permanecer neutral ante las angustias que acongojan a los hombres. Y aunque nunca debe hacer política partidista debe estar dispuesta a seguir usando la voz que le dio Cristo y el peso moral que le ha conferido la historia para seguir defendiendo los derechos y las libertades que pueden ser atacados por cualquier poder, sea el que sea.