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Respuesta:a primera vez que Gabriel García Márquez reveló a los lectores su pasión por la música vallenata fue en mayo de 1948. Un artículo suyo en el diario cartagenero El Universal empezaba diciendo: “No sé qué tiene el acordeón de comunicativo que cuando lo oímos se nos arruga el sentimiento”. A renglón seguido, pedía perdón por “este principio de greguería”, en alusión a los aforismos poéticos del español Ramón Gómez de la Serna, a la sazón en boga. (Yo apostaría a que, apenas unos años después, GGM habría tachado la palabra ‘comunicativo’, tan entrometida, tan prosaica, tan inoportuna en una frase redondita. Excusen la glosa).
El artículo proseguía describiendo al acordeón como un “instrumento proletario” que “ha tomado carta de nacionalidad entre nosotros” y “se ha incorporado a los elementos del folklore nacional” al lado de las gaitas y tamboras costeñas y de “los tiples de Boyacá, Tolima, Antioquia”. (Perdonen otra glosa: era un acierto reconocer la integración esencial del instrumento alemán con la música popular de la costa, pero, sesenta y cinco años después, aún no he visto tocar juntos acordeones y tiples en el interior del país).
Remataba GGM anotando que “aquí lo vemos [al acordeón] en manos de los juglares que van de ribera en ribera llevando su caliente mensaje de poesía”.
Esta fue su primera mención de los acordeoneros, cantores y compositores vallenatos, que entonces no se llamaban así porque aún Valledupar no se había avispado a ponerle la marca de origen. Gabo había conocido el acordeón en las fiestas del 20 de julio en Aracataca, siendo apenas un niño. “Me empeñé en que mi abuelo me comprara un acordeón –recuerda en sus memorias— pero mi abuela se atravesó con la monserga de siempre de que el acordeón era un instrumento de guatacucos”.
En marzo de 1950, dos años después de aquella nota en El Universal, Gabo ya denomina a la música de acordeón “música vallenata”. Escribe entonces en El Heraldo de Barranquilla una columna en que nombra a varios de los modestos juglares que un día la harían famosa –Rafael Escalona, Abel Antonio Villa, Emiliano Zuleta, Enrique Martínez, Cresencio Salcedo y Pacho Rada (a quien llama Pacho Roda)— y menciona algunos de sus cantos: Varita de caña, El cafetal y El compae Chipuco (a quien llama Chinuco). En un nuevo artículo, nueve días después, tiene el visionario atrevimiento de identificar a Escalona como un alto poeta y de agradecerle “su diaria tarea de belleza”.
Está claro, pues, que antes de que esta música adquiriera popularidad, García Márquez ya había confesado “mis debilidades por el vallenato”. Lo que no podía suponer entonces es que él mismo tendría un papel decisivo en la difusión universal de estos ritmos que, habiendo nacido entre juglares campesinos, acabaron convertidos en símbolo nacional. Jacques Gilard, agudo crítico y exhaustivo recopilador de la obra de Gabo, atribuye al nobel, como maroma voluntaria, la propagación de la palabra “vallenato” en lugar de “música costeña de acordeón”, por considerarla “de mayor impacto”. Y agrega que, antes de que lo descubrieran los propios dirigentes de la región, GGM “se dio cuenta de que hacía falta una especie de bandera” y empuñó el vallenato “como expresión de la costa y su cultura”.
La consagración de la música de acordeón, de Rafael Escalona y de la mitología vallenata (aquello del arquetípico acordeonero Francisco el Hombre y su duelo con el diablo) se fraguó en las páginas de Cien años de soledad, donde Aureliano Segundo Buendía logra el sueño que el niño García Márquez no pudo cumplir: “Llegó a ser un virtuoso del acordeón”.
Aunque Gabo no lo consiguió, a él se debe en buena medida la fama del vallenato y aun el propio Festival de la Leyenda Vallenata, en cuyo parto ayudaron GGM, Álvaro Cepeda Samudio y Alfonso López Michelsen, aparte de notables personajes de Valledupar.
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