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Sin duda la expresión "siglo de los viajes" aplicada al XVIII puede ser discutida. Otros siglos merecerían con igual propiedad dicho calificativo: el siglo XVI, cuando se producen los grandes viajes y descubrimientos que cambiaron la historia europea y dieron una nueva dimensión a la historia de la Humanidad; el siglo XIX, en que los viajeros románticos se lanzan a recorrer los países exóticos en busca de imágenes pintorescas, al tiempo que políticos, comerciantes, militares y científicos organizan expediciones de exploración en número mucho mayor que el de cualquier otra época anterior(1); el XX, en que nuevos medios de transporte y un indudable aumento del nivel de vida en muchos países ha permitido la aparición del turismo de masas. Pero, a pesar de todo, el siglo XVIII quizás merezca con propiedad ese calificativo, porque probablemente en ningún otro momento han tenido los viajes un papel tan decisivo en el debate cultural y científico dentro del pensamiento europeo.
Seguramente la característica esencial del viajero del setecientos es su preocupación por la fidelidad y su curiosidad universal. Fidelidad que no rehuye el uso de testimonios ajenos, siempre que estén debidamente reseñados: "la máxima constante de un relator fiel que da sus viajes al público -escribe un viajero que recorre España en los primeros años del siglo XVIII- debe ser no decir más que lo que ha visto por sí mismo; y cuando está obligado a referir algo sobre el testimonio de otros, debe citar a aquellos de los que lo ha obtenido(2). La curiosidad, que conduce a intentar recoger las informaciones más diversas. Veamos lo que dice el mismo viajero antes aludido -el padre Jean Babtiste Labat- cuando señala que como buen viajero ha intentado describir todo: los usos, practicas, ceremonias, costumbres de todas clases, y añade:
"Yo no he olvidado lo que he aprendido de la Historia Natural de las Artes y Manufacturas establecidas en el País; así como tampoco su situación, su clima, las enfermedades que son más ordinarias y los remedios que se emplean para curarlas o para preservarse de ellas. He descrito todas las antigüedades que han caído bajo mis ojos, las maneras antiguas y nuevas de los arquitectos, los materiales que se emplean y la manera de servirse de ellos, su calidad, su bondad y sus defectos. He hablado de la Milicia y de las Tropas organizadas, del comercio de tierra y mar, de las galeras, de su fábrica y de sus armamentos; de los bosques, de las piedras, de los metales, de los minerales. Si no he agotado todas estas materias, por lo menos he dejado pocas cosas que desear".(3)
Armado de esa curiosidad universal, el viajero del siglo XVIII dirige su mirada llena de inteligencia hacia el mundo entero. Ante todo, hacia los horizontes lejanos, los espacios poco familiares que se van conociendo lentamente y cuyos paisajes y organización social constituyen un motivo de constante sorpresa y un acicate para la reflexión sobre los grandes problemas intelectuales del siglo: el origen y la evolución de las sociedades; el problema de la unidad del género humano, gravemente cuestionado por la variedad de los pueblos; las "épocas" y revoluciones de la tierra, el equilibrio y la economía de la naturaleza; las razones de la diversidad de creencias religiosas. En esa visión de las tierras lejanas, lo imaginario y lo real podían estar próximos todavía, hasta el punto de que los viajes imaginarios y las antiguas relaciones de viaje -a veces fabulosas- podían estimular aun la ensoñación aventurera en un siglo en que la ciencia interviene cada vez más activamente en la preparación de las expediciones de viajes a tierras lejanas.