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En una conferencia sobre praxis literaria dictada hace unos años en la Universidad de Maryland, Sergio Ramírez, autor de cuando menos un par de relatos que valen solos por una vida de bandazos editoriales –“Juego perfecto” (1992) y “Catalina y Catalina” (2000)–, dijo que los libros de cuentos se diferencian de las novelas no tanto por las diferentes tensiones de ambos géneros, lo necesariamente diáfano del lenguaje cuando se trabajan extensiones breves o la distinta complejidad en el tramado de las estructuras narrativas, sino porque el proceso de acumulación que involucra la escritura del libro mismo es distinto.
Según el autor nicaragüense, escribir siempre es igual, pero una novela es algo que se emprende un día determinado y se termina otro igual de específico. Es una compañía sólida que se compenetra con el autor lo suficiente para modificarlo, casi un matrimonio. Un libro de cuentos, en cambio, está regido en mayor medida por el azar: los relatos modernos fueron inventados a la vez que las revistas literarias, por lo que llevan de nacimiento la marca del encargo. Tienen algo de acomodaticio y mercenario. Salvo en los casos extraordinarios de cuentistas “puros”, como Borges o Ribeyro, nadie se sienta a escribir un libro de cuentos –decía Ramírez, creo que de manera casi incontestable–; cuando ya se juntaron suficientes, se integra un libro.
Ahora bien, las nuevas normas del mercado editorial –que al parecer llegaron para quedarse, de modo que es preferible empezar a encontrar sus virtudes que seguir nostálgicos de una pureza que ni ha existido nunca ni favorece los derechos económicos de los escritores– han modificado hasta cierto punto esa percepción: los editores se resisten –con números en la mano– a publicar libros de cuentos que simple y llanamente se acumularon mientras el autor escribía una novela. Pero la literatura ha vivido expuesta siempre al oleaje de la recepción y suponerla herida porque han cambiado las convenciones para publicarla sería tan ridículo como haber acusado a Boscán de italianizante y leguloso cuando introdujo el soneto al español. Si hay nuevas reglas, hay que circularlas, potenciar sus efectos en la escritura, probar su flexibilidad: reescribir hasta que los cuentos que van quedando den un libro sólido.
En el sentido anterior, Los culpables de Juan Villoro representa un emblema, tanto por su contenido literario, como por la manera en que se ofrece como producto editorial. Si la lamentación de los editores transnacionales es que los libros de cuentos no venden igual porque al público le interesa leer historias de aliento largo, el autor experimenta con el género para que los distintos relatos se lean como una sola emisión de aire: trabajó un espíritu y un ritmo únicos que forman una constante capaz de cruzar las distintas historias que se cuentan. Si el hecho de que los cuentos no se vendan igual que las novelas demanda ediciones más modestas, Los culpables replantea por completo el ciclo editorial de un libro: aparece en México bajo el renovado –y ahora sí muy prometedor– sello de Almadía, en España bajo el de Anagrama y en Argentina bajo Interzonas.
Los culpables cuenta siete historias sobre la deslealtad y las corrientes subterráneas que desata. Quien engaña o es engañado (y lo sabe) es su propio doble porque guarda un secreto que lo obliga a vivir con un estándar difuso: es alguien distinto que pasa su vida representando al que era antes. Está dividido, o como se dice en la calle con sorprendente sabiduría etimológica: trae al diablo –“el diablo” es, por su raíz griega, el que divide.
Así, las historias del volumen cuentan, traspasadas por una sola posición ética, el ciclo de división y reintegración de una serie de personajes que se han quedado solos porque han dejado de ser quienes eran y no encuentran al que son. Un mariachi tiene que cruzar la frontera final: reconciliarse con la talla más bien normal de su sexo. Un futbolista, en el único gesto humano que le permitió su carrera de máquina de servir balones, sacrifica la gloria de su equipo en un gesto de amistad peregrino y arbitrario. Dos hermanos salvan el abismo que les dejó un lío de faldas escribiendo un guión que los transforma en monstruos. Un agente viajero, cuya estabilidad emocional depende de que su enésimo vuelo llegue a tiempo, lee en la revista de la aerolínea el relato de su fracaso matrimonial y decide hacer de su situación un tropo: que el aterrizaje sea una caída. Un actor casi angélico utiliza sus habilidades para intervenir en lo real. Un hombre paga na antigua y minúscula deslealtad sexual hacia su amigo sacrificándole una doncella en el cenote sagrado de Chichén Itzá.
La pertinencia en la lectura es el. débil elegido para observar, interrogar, analizar los elementos de un conjunto. Y sin ella los objetivos de las lecturas se imposibilita a experimentar una anagnosis.
Cuándo es imposible unificar los elementos de una lectura como lo son textos, imágenes, ciudades, rostros, gestos, escenas, y en consecuencia, se determina que no existe una pertinencia en la lectura, Tampoco se encuentra la pertinencia en el dominio de la lectura, puesto que resulta imposible describir niveles de lectura en tanto que no es factible cerrar la lista de ellos.
Barthes explica que la lectura gráfica se inicia con el aprendizaje de las letras, de las palabras escritas, aunque hay lecturas sin aprendizaje técnico.
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