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Afirma E. Muir que «el mundo imaginario de la novela dramática es el tiempo; el de la novela de personajes (y de acción) es el espacio». Un análisis textual de La Regenta demuestra que las dos formas tienen cabida en la misma novela: su primera parte es ante todo espacial, la segunda se organiza sobre un contraste temporal, repetido varias veces.
El espacio, como el tiempo, puede considerarse una intuición pura que permite situar en un orden a los objetos y a los personajes para posibilitar su conocimiento; o puede entenderse como la idea de extensión -una de las primeras de la cultura, según Spengler-, adquirida por medio de las sensaciones. Es decir, el espacio puede ser entendido como lugar, o marco general, y así lo ha entendido la teoría literaria desde Aristóteles, y como extensión, que permite señalar distancias relativas entre un sujeto y su entorno, o entre un personaje y otros.
Los estudios realizados sobre el espacio literario han seguido una de esas dos concepciones. Se refieren con preferencia a los espacios de la novela y del teatro, ya que la lírica no es un arte espacial directamente. G. Matoré en su obra L'Espace humain, dedica un amplio capítulo al análisis del espacio literario concretado en el análisis de las sensaciones, principalmente las visuales. Los análisis textuales de novelas, si incluyen un estudio del espacio, suelen limitarlo a los lugares donde se mueven los personajes y, en todo caso, suelen denominar «forma espacial» a las descripciones.
Clarín dedica algunos de sus mejores párrafos a la descripción de espacios, tanto urbanos como naturales, y sitúa a sus personajes como centro de un espacio sentido, asumido por la mirada, en el que se señalan distancias físicas y hasta psíquicas. Algunos de esos pasajes son verdaderas orgías de sensaciones para afirmar al personaje en su espacio, en un ambiente, en un centro, por ejemplo el que sigue a propósito de don Fermín:
«¡Cuántas veces en el pulpito; ceñido al robusto y airoso cuerpo el roquete candido y rizado bajo la señorial muceta, viendo allá abajo en el rostro de todos los fieles la admiración, y el encanto, había tenido que suspender el vuelo de la elocuencia porque le ahogaba el placer y le cortaba la voz en la garganta! Mientras el auditorio aguardaba en silencio, respirando apenas, a que la emoción religiosa permitiera al orador continuar, él oía, como en éxtasis de autolatría el chisporroteo de los cirios y de las lámparas; aspiraba con voluptuosidad extraña el embiente embalsamado por el incienso de la capilla mayor y por las emanaciones calientes y aromáticas que subían de las damas que lo rodeaban; sentía como murmullo de la brisa en las hojas de un bosque, el contenido crujir de la seda, el aleteo de los abanicos; y en aquel silencio de la atención que esperaba creía comprender y gustaba una adoración muda que subía hacia él...»
Don Fermín queda situado en el centro de un espacio limitado por las sensaciones que experimenta y suscita; es objeto de las miradas y mira, percibe los sonidos, los ruidos y los interpreta (como brisa en las hojas), siente los olores, la temperatura; habla y suscita silencios; tiene conciencia del bulto y tacto de las sedas. Los términos que hemos subrayado son testimonio directo, índices, de sensaciones, de objetos que las suscitan y de sujetos que las reciben, y son muy numerosos, aún sin apurar, porque podrían añadirse otros términos cuya referencia indirecta se relacionaría con las sensaciones. El espacio queda así limitado, centrado, percibido y asumido por un personaje.
De todas las sensaciones que crean el espacio literario, la más frecuente, con diferencia frente a las demás, en La Regenta es la mirada. El narrador espacializa su relato siguiendo las miradas de sus personajes, utilizándolas como foco en el que se sitúa para seguir las acciones.
La mirada adquiere un valor de signo que informa, principalmente, sobre tres órdenes: a) sobre el mismo personaje que mira, al que caracteriza; b) sobre las relaciones y distancias físicas entre los diferentes personajes; y c) sobre mensajes generales o parciales.
Don Fermín, don Álvaro y Anita, los tres personajes principales, tienen un modo de mirar especial, es decir, se hacen centro de su propio espacio en una manera determinada y se enfrentan con su entorno en una actitud que expresa la mirada de cada uno de ellos. Don Fermín mira con una suavidad de liquen, pero a veces de sus pupilas, que tienen unas pintas como polvos de rapé, salen chispas que producen el mismo desagradable efecto que una aguja en un almohadón de plumas. Y éste se convierte en un rasgo caracterizador del canónigo, capaz de identificarlo como el nombre, la profesión, o la ropa, con variantes de estilo: las chispas cortan como navajas de afeitar, se erizan como pinchos, son como puntas... y señalan siempre el espacio vital, mínimo que en cada ocasión establece el canónigo.