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Un antes y un después
La Ley Sáenz Peña impuso el sufragio secreto y universal. Eso marcó el fin de los gobiernos conservadores y permitió el advenimiento del radicalismo.
Esteban Dómina
Especial
La llamada Ley Sáenz Peña marcó un antes y un después en la política argentina. No es para menos: el sufragio secreto y obligatorio señaló el fin del tiempo conservador y el ascenso de un movimiento de cuño plebeyo que venía esperando su hora, el radicalismo. Entre 1853 y 1910 hubo república, sí, pero la democracia funcionó a medias. La reforma electoral que puso las cosas en su lugar maduró como un fruto y alumbró cuando el reclamo de participación ciudadana se hacía sentir con cada vez mayor estridencia y, a su vez, el orden conservador presentaba claros signos de agotamiento. Todo con el telón de fondo de las luchas obreras, que a menudo teñían las calles de sangre. Ante ese paisaje de crispación social, los referentes más lúcidos de la vieja aristocracia pensaron que había llegado la hora de abrir las válvulas, o el estallido podía acabar con el sistema.
Pasados los fastos del Centenario, llegó a la Presidencia Roque Sáenz Peña, convencido de que le tocaría a él producir el cambio reclamado y temido a la vez. Reclamado más que nada por los radicales, que desde 1890 bregaban por la apertura política y cada tanto organizaban movimientos cívico-militares para desestabilizar el régimen, aunque hasta allí sin éxito. Y temido por la oligarquía, que no se acostumbraba a la idea de que el populacho participara de la política. ¿Acaso no estaban ellos para decidir lo más conveniente para el país? ¿Cómo podría dejarse en manos de esa chusma asuntos tan delicados como la elección del Presidente?, se preguntaban algunos conspicuos representantes de la Generación del ´80, para quienes el pueblo estaba lejos de la mayoría de edad. Por fortuna, había otros que no veían las cosas de esa manera, Sáenz Peña, por caso, quien pese a portar linaje conservador, heredado de su padre, Luis, también presidente entre 1892 y 1895, tenía otra visión. Más progresista, podría decirse. El Presidente tomó la iniciativa y aún antes de asumir convocó a Hipólito Yrigoyen, de quien era un viejo conocido, poniendo en marcha el proceso que culminaría con la sanción de la ley Nº 8871 y sacaría a la Unión Cívica Radical del abstencionismo. No sólo eso: Sáenz Peña invitó a los radicales participar de su gobierno, ofreciéndoles dos ministerios que el partido rechazó.
La flamante norma consagraba el sufragio universal -aunque no tanto, ya que estaba reservado sólo a los hombres-, secreto y obligatorio. La existencia de padrones y cuarto oscuro eran novedades revolucionarias que dejaban atrás las prácticas amañadas que hasta entonces habían impedido el ejercicio de la soberanía popular. Sáenz Peña, el partero del gran cambio, murió en 1914, dos años antes de la finalización de su mandato. A Yrigoyen lo aguardaba la historia.
Las primeras elecciones. A los primeros comicios convocados bajo las nuevas reglas de juego, como era de esperar, los ganó el radicalismo. El estreno se produjo en las elecciones provinciales de 1912, cuando la UCR obtuvo resonantes triunfos en varias provincias, pero el plato fuerte llegaría en las elecciones presidenciales de 1916, en las que la fórmula Hipólito Yrigoyen y Pelagio B. Luna se impuso al resto, obteniendo más votos que el Partido Conservador, la Democracia Progresista y el socialismo juntos. Sin embargo, el nuevo presidente no tendría mayoría propia en el Congreso, sobre todo en el Senado de la Nación, en el que los conservadores mantuvieron el control, a la vez que varios gobiernos de provincia permanecían en manos de la oposición. Yrigoyen, con 64 años de edad, asumió la presidencia en medio del júbilo popular y formó su gabinete con gente poco conocida y, como él, con ninguna experiencia de gobierno. Pese a que la guerra ardía en Europa, mantuvo la neutralidad a rajatabla, igual que sus hábitos: siguió usando la misma ropa y habitando la casa alquilada de la calle Brasil. De entrada impuso a su gestión un estilo sobrio; pasaba muchas horas en el despacho, atendiendo a todo el mundo en persona. Eso sí, no le gustaba pronunciar discursos ni las fotos. No aplicó un programa revolucionario y muchas de sus iniciativas naufragaron en un Congreso hostil, aunque democratizó la administración pública y garantizó los derechos ciudadanos. Sin embargo, no le faltaron dolores de cabeza.